«Por desgracia, una cosa es sentir y
otra expresar bien lo sentido»
Se fijó en ella sin parpadear, de
porte noble, rostro marmóreo y piel esculpida en la blancor de las estrellas, así apareció,
Lucía Palladi, en la gran sala del napolitano castillo dell’Ovo. El esplendor de
la marquesa de Bedmar, que bien podría parecerse a un excelso cadáver revivido,
una belleza exótica venida a la vida, «la Muerta», como más tarde la llamaría,
resplandeció nada más entrar en la enorme estancia. La antecedía un séquito
curioso de barones, duques, doncellas y familiares de todo tipo de linajes,
entre ellos algunos malvenidos parvenus,
personas con una recién adquirida cartera millonaria, nuevos fashionables carentes del fino porte que
poseía Lucía.
Promovido por la ansiedad, nuestro
protagonista y Lucía, según protocolo, se presentaron por mediación de terceros.
Los amarmolados suelos de la estancia reflejaron las primeras sonrisas y el
aire transportó las primerizas fórmulas de rigurosa cortesía, intercambiaron
linajes, títulos e impresiones, frases por lo general estudiadas y aburridas.
Hasta que...
—¿Sabíais, mi buen Juan, que Virgilio
aseguró que bajo los cimientos de este castillo se esconde un huevo mágico?
—Lucía tosió, y aunque el gesto afeó su rostro, su interlocutor jamás podría
haber pensado tal cosa de ella.
Él negó con la cabeza, extasiado ante
las palabras, el porte, la pálida belleza y el candor con el que narraba la
leyenda.
—Así es —continuó con una sonrisa—, y
sin ese huevo bajo nuestro pies, este castillo sería destruido y con él toda
Nápoles.
Él asintió realmente interesado, pero sus
ojos traicioneros bajaron hasta el escote de Lucía, escote escondido detrás de una
hilera de fina pedrería cosida al tul del vestido, un arco invertido donde los
deseos del protagonista se perdían en imaginaciones veladas, ella sonrió, le permitió
su espacio.
—¿Podríamos cartearnos? —preguntó, de
improviso, recuperado el aplomo.
De nuevo, una nueva sonrisa, ¿cómplice?,
con un pasmo de sabia perplejidad reflejado en aquellos ojos mayores que los de
él, casada en segunda nupcias, viuda, de nuevo soltera.
—Tal vez en otra ocasión... —Ella le
ofreció la mano a modo de despedida.
A pesar del inicial desplante, hablaron
durante el tiempo que les fue concedido en Nápoles, pues el reino de las dos Sicilias
no se prestaba a la durabilidad. Los platónicos amigos dieron buena cuenta de
los encuentros en castillos, paseos por la bahía, en casas de campo. Más tarde él
abandonó Nápoles, mas no la impronta de la belleza de Lucía, que por respeto a
su memoria transmutó el apodo, «la Muerta», por el de «La Dama Griega». Los sibilinos
ecos de sociedad, escritos en parcas palabras en noticiarios dañinos, repetían
el secreto a voces de la belleza cadavérica de Lucía: enferma de tuberculosis.
Años más tarde se reencontraron, él acompañado de su esposa, más joven, ella de
su esposo, un conde o duque, no importaba el rango. Pudieron hablar unos
momentos y resurgió entre risas el manido tema del huevo mágico. A pesar de sus
respectivos compañeros, de la enfermedad de ella, de nuevo, Lucía sonrió como
en la sala dell’Ovo años atrás. Sin venir a cuento él recordó el día de su
boda, evocó los vivos y ardientes romances con otras, y miró con profusión a
los ojos de Lucía. Se despidieron con cariño. Tres años más tarde Lucía moría. Él
llegó a pensar, en algún momento de su existencia, que era la mujer a la que
más había querido.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Un sólido castillo de piedra sostenido por algo tan fragil como un huevo... me recuerda a la leyenda de la Torre de Londres, sin los cuervos que la frecuentan no solo la Torre, también Inglaterra, desaparecerá bajo el mar. Nos lo contó uno de los guardianes de la Torre que tienen el curioso nombre de "Beefeathers", como la ginebra.
ResponderEliminarSaludos!
Borgo.