lunes, 4 de marzo de 2019


«El claro de luna convierte al hombre más civilizado en un primitivo»


El sueño fue largo, aunque empezaba con un ligero destello y un sinfín de situaciones que no recuerdo, pero sí recuerdo una escena en particular, debía tener algo de importante o, simplemente, ser de las últimas. En ocasiones atribuimos una importancia desmedida a cosas que no la tienen, en todo caso, al despertar, recordé esa escena...


Vivíamos en una casa, apartada de las ciudades, de poblaciones grandes o pueblos, la vivienda, de dos plantas, construida según el estándar rural, poseía pesadas rocas en el interior de sus paredes, en torno a ella se desparramaba un prado inmenso que la envolvía con un mar verdoso de resplandeciente césped y a lo lejos, se adivinaba, un bosque poco frondoso.
El caso, además, es que había alguien más con nosotros, ¿un guardés de la casa? Fuera quien fuera, nos dijo que al norte se encontraba la zona donde las cosas parecían más grandes...
Con afán curioso, caminamos hacia allí; el norte no quedaba tan lejano, un camino de tierra, repleto a los lados de ese mar de pequeños tallos verdes, trazaba un agradable rumbo. Más lejos, la silueta del bosquecillo adivinado, se aproximaba; este se situaba por encima de nosotros, con un terraplén que lo alzaba a un metro o dos del suelo, además, una separación medianil, el típico montículo separador elaborado con argamasa y piedras de la zona, profundizaba aún más en esa frontera invisible entre prado y bosque...
En aquel momento nos fijamos en la luz del atardecer, caía por encima de nosotros con una extraña tonalidad y nos envolvía sin tocarnos, allí donde nos encontrábamos, pues donde nos hallábamos no alcanzaba la luz, la lejana montaña del sur tapaba, con su alargada sombra, el paso de los rayos solares. La sombra resultaba agradable.
El ángulo de inclinación del sol, ya muy bajo, emitía sus rayos hasta la separación de piedras y más allá, pasado el montículo y se adentraba en el bosquecillo. Así, los mortecinos rayos del atardecer, iluminaron a una hiena gigante que apareció entre el ramaje del bosque, colmillos alargados, con los que tú, te asustaste y te agarraste con fuerza a mi brazo. De repente me encontré atónito ante el tamaño del animal, que por algún motivo, envuelto en aquella luz del atardecer le hacía brillar, y el aura, su envolvente aura, tan brillante, le engrandecía por encima de nosotros. La figura de la bestia, por suerte, no miraba hacia nosotros. Al principio, la enorme hiena no parecía agresiva, más bien distraída, absorta en algún quehacer rutinario y, solo pasado un instante, en el que la observábamos muy quietos, miró hacia donde estábamos. Levantó el morro, olisqueó el aire y de un brinco trazó un arco desde el bosque, superando el montículo, y aterrizando en el campo de hierba; avanzó, estudiaba el terreno en nuestra dirección con sumo cuidado, pisando con cuidado cada brizna, como si una trampa oculta le esperase, en vez de, nosotros dos, dos dóciles presas, dos humanos más asustados que temibles.
Estabas muy asustada, tu respiración se aceleró, no decías nada, recordé las palabras del guardés... El lugar donde las cosas parecen más grandes... parecen...
Sacudí lo dedos con cierta violencia, quería interponerme entre el animal y tú, enseguida comprendiste el origen de mi agitación, quería protegerte y, aunque temerosa, soltaste mi mano. El animal abrió las fauces y me enseñó los colmillos, abandonado ya el pacífico rol de ser indefenso, continuaba avanzando. Nos acercamos el uno al otro pero yo, con estudiados pasos, me acercaba con más lentitud. ¿No sería la proyección lumínica, la luz en torno a él, lo que lo convertía en una bestia? Recordé los espejismos, una vibración producida por el calor, la refracción de la luz y, la culpa, la culpa de unos ojos que se dejan engañar.
La hiena se adentró en el interior de la sombra que proyectaba la cúspide de la montaña, allí estaba esperándola, sin salir de mi zona, al instante, empequeñeció delante de mí, ya no tenía los grandes colmillos grandes, ni las enormes patas, ni las aterradoras garras, incluso su estructura ósea menguó a pasos agigantados, en inversa proporción a sus propios pasos, minúsculos, que la acercaban a mí. Levanté las manos encolerizado y gruñí tan fuerte como pude...
Los ojos del animalillo, de un amarillo tenue, revolotearon por la cuenca, corrí hacia él, con las manos levantadas, como vi hacer a mi padre una vez hace años delante de un perro salvaje; la hiena, ya perdida toda su peligrosidad, se dio media vuelta, pero, y este es el detalle importante de todo sueño protector, en vez de girar la bestia sobre sus propios pasos y retornar a luz —quizá para retomar su tamaño—, huyó hacia el este, siguiendo el contorno de la sombra que proyectaba la montaña, sin que la luz, en momento alguno, la tocara... Parece... Parecía...
Me volví con alegría, estabas llorando, aunque también se te dibujó una sonrisa esperanzadora en el rostro; esperándome con las manos agarradas en el pecho, en medio del césped verde, con ganas de volver a casa, antes de que la luz se fuera definitivamente...




Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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