«No crean vuesas mercedes todos los palabros, ni crónicas, que narra un escribiente;
pues calaña de la peor mentira son dichas historias»
Compré mi actual casa hace
diez años. Situada en un barrio periférico en mi ciudad, una urbe reconocida
mundialmente, tanto por sus logros como por sus tropelías.
Al principio me atemorizó la
compra y la palabra hipoteca me zarandeaba como el coco a los niños en la cama.
Decir que mi poder adquisitivo no era muy grande, era un eufemismo para no
querer expresar la cruda realidad de mi situación, además la zona escogida no
acababa de cumplir con todas mis expectativas, no obstante, como quedaba cerca
de casa de mis padres y de algunos amigos opté por arriesgarme.
Era un barrio de gente
trabajadora, nos levantábamos de madrugada y nos hacinábamos en nuestros
ascensores a pie de calle para poder montarnos en esos transportes urbanos
llamados metros. En un futuro no muy lejano, los arqueólogos se preguntaran por
que nos hacinábamos en el subsuelo de esta manera tan borreguista, e inventaran teorías de todo tipo.
Pero voy al quid de la
cuestión... Al inicio de mi estancia descubrí una increíble costumbre que me
sorprendió y desagradó a partes iguales.
Me refiero a: «El saludo con
escupitajo en el suelo».
Recuerdo 1.
Dos chavales se reconocieron
en la lejanía, ambos llevaban camisetas de tirantes y pantalones tejanos cortos
hasta la rodilla. Uno portaba seis pendientes en la oreja izquierda y mostraba
una complexión delgada. El otro llevaba estampada en su camiseta azul las
letras MILF y poseía una envidiable musculatura cultivada en el gimnasio. Ambos
sortearon los coches mal aparcados, los contenedores de basura y se acercaron
el uno al otro con desmedidos gritos.
—Chirlaaa, ¿cómo vaeso? ¿ya te han petao el ojete?
—Paco, maricón, ven paquí gualtrapón.
De suerte, deducí que eran amigos.
Yo me encontraba caminando por un lado de la acera mientras observaba de manera
disimulada la escena. Entonces, ocurrió de repente, cuando los dos amigos se encontraron
a dos palmos de distancia. Se produjo un característico sonido de succión, el
regurgitar de sendas gargantas y finalmente el escupitajo en el suelo.
Después se abrazaron,
manteniendo la efusividad inicial y continuaron charlando mientras yo me
alejaba con una profunda sensación de asco.
Recuerdo 2.
Aquel día salí pronto de
trabajar, eran las siete y media de la tarde, y aún había claridad en el
exterior. A principios de Junio el astro rey comenzaba a declinar con más
lentitud y nos regalaba una preciada hora extra de luz.
Crucé por medio de un parque
camino de casa, cuatro pequeños árboles daban una escasa sombra, sin embargo, a
pesar de su escasa frondosidad resultaban providenciales en época estival. En medio,
una salvadora fuente y un par de banquitos de madera monopolizados
por gente mayor.
Observé a Saturnino, un
anciano vecino de mi vivienda. Un hombre de ochenta y tantos años sentado en
uno de los bancos de madera, vestía boina, camisa de manga corta y un bastón de
reluciente madera.
—Caballero. —Me saludó—. ¿A
dónde va con tanta prisa? —El anciano reclamó mi atención levantando su bastón.
Me acerqué a él, presto a
devolverle el saludo y entrechocar las manos. Pero al aproximarme, y sin previo
aviso, succionó, regurgitó y acto seguido escupió en el suelo a escasos
centímetros de mis pies. Me quedé detenido por un segundo. Saturnino clavó sus
pupilas en las mías y vi en su rostro cierto aire de desconcierto, como de
quien espera algo que no sucede. Recuperé la templanza, estreché su mano y le
saludé. Estuvimos conversando unos minutos y después marché a casa.
Tenía al hombre por un
viejito culto, educado, pero ese escupitajo en el suelo me dejó anonadado. En
fin, debía ser cosa de la edad y no le di más importancia.
Recuerdo 3.
Mi barrio era una gran
montaña donde empinadas cuestas alejaban a los extranjeros que venían a
visitarnos. Los primeros moradores debieron encontrar muy seguro edificar aquí
sus hogares, pues ni el diluvio universal ni las plagas bíblicas conseguirían
llegar tan alto.
Sin embargo, para los conocidos
y familiares acercarse a mi barrio se convertía en una serie de pruebas
atléticas, coronadas con sudores y jadeos insoportables, que evitaban ante
cualquier invitación mía.
De este hecho se hicieron
eco las autoridades locales y con el paso de los años impusieron atisbos de
civilización. En algunos lugares estratégicos instalaron escaleras mecánicas
que nos permitieron sortear las dificultades del terreno.
Aquel día estrenaba uno de
aquellos prodigios de la modernidad, y subía por una de ellas en dirección a mi
hogar. De repente, escuché de nuevo aquel sonido tan típico del pre-gargajo, la
succión, el ruido gutural y la posterior acción de escupir. Por el sonido tan
grave deduje que sería otro amable viejecito, de voz enronquecida, piel ajada
por la edad y laringe destrozada por ron cacique, tabaco negro o algún producto
similar.
Con disimulo me giré para
observar a quien tenía detrás de mí. Mi sorpresa fue inmensa al descubrir a una
jovencita, de no más de veinte años, hermosa y bien arreglada mirando en mi
dirección. En aquella escalera mecánica no había nadie más, así que solo aquel
bello ángel podía haber realizado tan gutural acción. De nuevo, mi
estupefacción ante aquel hecho me dejó más que anonadado.
Hombres, ancianos y ahora
una chica. ¿Es que todo el mundo escupía en mi barrio?
Recuerdo 4 y final.
La reunión de vecinos
transcurría animada. Habíamos acudido más de la mitad y por una vez había quorum. Todo un logro si se tenía en
cuenta que la media de personas por reunión era de cuatro y en total vivíamos
más de treinta personas en el inmueble. La alegre convocatoria ya estaba
tocando a su fin.
Saturnino se recostaba
tranquilo en una esquina, apoyando las dos manos en su bastón que le servía de
agradable soporte para sus cansadas piernas. El resto de vecinos estaban
especialmente alegres. Entonces, sin previo aviso, Saturnino alzó su bastón,
como siempre que deseaba reclamar la atención sobre alguien, y posó sus ojos
sobre mí.
—Perdonad mi intromisión
queridos convecinos, pero antes de finalizar la reunión, debemos comunicarle lo
que hemos hablado —Esto lo dijo mientras me observaba fijamente y el resto de
vecinos posaban en silencio sus miradas en mí.
«¿Qué sucede aquí?», me
alarmé. «¿Qué me querrán transmitir?», volaba veloz mi pensamiento por la
autopista de mi imaginación.
—Estimado —dijo Saturnino con
voz melosa— eres un hombre educado. Además eres un buen vecino, amable, atento,
sin embargo debemos hacerte notar una desagradable falta en tu comportamiento.
Asentí expectante y con
curiosidad por saber. «¿Qué es lo que había dejado de hacer que pudiera
molestar a aquellas personas?»
—Verás, pues el caso es que
jamás escupes, ni al despedirte, ni al saludar.
Por un momento no supe si
reír ante lo que escuchaba.
—Debes saber —continuó Saturnino
con voz serena—, que esta tradición está muy arraigada en este barrio. Yo te he
escupido infinidad de veces y no me has devuelto el escupitajo. Incluso mi
nieta, una jovencita muy tímida te escupió el otro día para saludarte en las
escaleras y ni contestaste.
—Pero... escupir es
asqueroso —chillé casi al acto.
Los vecinos se miraron
alarmados los unos a los otros. María Eugenia, la de la tercera planta exclamó:
«Santo Jesús», a la par que se santiguaba. Martín Escudero, el del ático,
murmuró: «¿A dónde iremos a parar?". Perico, mi vecino de planta, tampoco
pudo dejar de expresar su indignación: «La juventud de hoy...».
—Comprendo —anunció Saturnino,
que lejos de enfadarse mostró una sonrisa tierna y gesticulando con las manos
solicitó silencio a los presentes—. Pero debes relajar tu anticuado sistema de
valores. Lo que es incorrecto para unos es síntoma de educación para otros.
Aquí, la buena conducta de urbanidad es escupir en el suelo antes de saludar.
¿Verdad que si acudes a una casa japonesa te descalzarás antes de entrar? ¿O si
comes en Nepal lo harás con las manos? ¿O comerás hormigas cuando te las
ofrezcan en un ágape en Colombia? Todas esas situaciones, de normal desagrado
en nuestra cultura, son típicas muestras diarias de una urbanidad propia. No
pienses en ellas como un simple tema de gusto o disgusto, es una cuestión de
respeto.
Saturnino no dijo nada más. Yo
no respondí. El resto de vecinos dio por concluida la reunión marchando cada
uno a su casa.
⁂
Saturnino me saludó a lo
lejos en el parque. Me acerqué a él como de costumbre. A un metro de distancia recogí
aire con fuerza, tragué saliva y, con un estrepitoso regurgitar en mi laringe,
escupí el fluctuante liquido al suelo.
Mi vecino sonrió alegre y realizó
la misma acción al instante. Presto, me entrechocó la mano con una sonrisa
paternal dibujada en el rostro.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
¿Por qué pones colores? Jajaja
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. El tema del gargajo ha dado mucho juego y lo has exprimido muy bien. Me gustan los relatos largos más que los cortos. Muy bien.
Ismael
ja, ja, ja En ocasiones lo hago. Me gusta lo visual. Además, los colores me transmiten sensacinoes, que unidas a la lectura... me elevan o me bajan.
Eliminar¡Qué bueno! La mayoría de lectores de Blog les seulen gustar los cortos, por eso voy alternando. También es verdad que construir un relato de una página lleva un par de horas mientras que armar otros más largos lleva un poco más de tiempo.
Tu página está increible.
Saludos y gracias por pasar por aquí, compañero bruto.
Me ha gustado. Remarcar con colores ciertas palabras tiene su importancia. En cuanto a los escupitajos, tiene su aquel, aunque a mí me de bastante asco.
ResponderEliminarBesos.
Eowyn, a mi tampoco me gusta nada el tema de los escupitajos, pero... todo sea por la tradición. ja, ja, ja
Eliminar¡Cuando vaya a Murcialrón debe probar, de buen seguro, otras costumbres, como comer pies de troll adobados con ambrosía élfica!
ja, ja, ja
Saludos.
Gargajo, esputo... es que sólo la palabra da bastante asquito. Recuerdo cuando en el Tranvía Azul del Tibidabo había una placa que decía: "Se prohibe escupir y blasfemar". Mi padre me contó que hace años no era raro que la gente escupiera en el suelo del tranvía al morder la punta del puro.
ResponderEliminarEso hacía W.C. Fields en "Si yo tuviera un millón" y lo condenaban a la pena capital por propagar un virus que causaba la muerte a un pasajero.
Saludos!
Borgo.
Estimado Miquel,
Eliminarja,ja,ja Sabía que te gustaría dar tu personal toque a dicho acto. ¿Esputo? Hacia tiempo que no la leía.
Sabias personas las del tranvia azul.
Un abrazo muy grande Miquel.