lunes, 26 de agosto de 2019

Centro: Universidad de Tristonia. Diario médico: Doctor Ignatius B.P. Astrofísico-teólogo, Filólogo Guáltrapa y Artista pixel art.
   «La costumbre es una segunda naturaleza»

Hola, soy el doctor Ignatius B.P.:

En este diario médico vengo a relataros mi idiosincrasia dérmica, pretendo dejar un fiel reflejo de los procedimientos médicos actuales (principios de S.XXI) para las futuras generaciones de doctores, practicantes, galenos y demás.

En situación, deberé escribir un previo sobre mi cutis, de una blancura nórdica, y que, ya desde joven, poseía un color níveo. Este hecho, que embellecía tanto mi persona, era burla de los niños menos aptos y, desde pequeño, me procuró no diversas bromas de los infantes compañeros: El Yeti, Copito de nieve, Lecheral. Incluso, el cura de mi pueblo, con dos aficiones igual de importantes, la confesión y la botella, me dijo en una ocasión, mientras sus ojos miraban achispados en dirección al bar, «A ti, Ignatius, a ti no te confieso», en aquel entonces mis preocupamientos teológicos florecían con fuerza y, preocupado por no recibir las palabras de redención del páter le pregunté el porqué. La respuesta del santo varón me anonadó: «Porque pecas». ¿Yo, Ignatius B.P.? Ejemplar canónico de la pulcritud, persona libre absoluta de pecado, de mácula alguna. Le pregunté indignado donde pecaba. «Pecas, pecas, pecas... Pecas hasta en el culo», y con una sonora carcajada el muy bribón se giró en dirección a la taberna.

Pero no querría extenderme en mis disertaciones de juventud adolescente más allá de remarcar el hecho de mi piel y mis inextinguibles pecas, dolencia silenciosa de muchos iguales a mí. Hace unas semanas acudí a los galenos del cuidado de la dermis, enviado por mi médico de familia y es, en ese instante, donde se inicia este elaborado informe social-médico-teológico. En todos estos años, mis pecas se han reproducido sobre mi piel como las patatas crecen en el sembrao de un labriego (en un principio se me ocurrió un símil acerca de las estrellas del universo, pero la comparación patatística me pareció más apropiada, sobre todo por el color marrón y la redondez).

El día P («P» de peca) esperaba en la sala de espera del hospital mientras leía al bueno de Galdós, en el momento de más hilaridad, un timbre sonoro y una voz megafónica, indicó mi nombre y mi próxima entrada al despacho médico. Guardé el adorado libro en mi mochila y entré a la consulta. Un doctor y una enfermera, sentados en sillas de plástico, me saludaron muy serios los dos. Acto seguido, la voz de él me ordenó me desvistiera hasta quedarme en calzones (él dijo calzoncillos).

*Anotación mental: llamar calzoncillos a la digna prenda de los calzones es algo aborrecible y propio de estos tiempos de desenfreno gramatical, el calzón, digno heredero del jubón, debiera ser la única onomástica utilizada para la prenda íntima de todo hombre y no ese ridículo nombre con terminación en diminutivo (-illo), como si a los hombres de hoy día les diera vergüenza hablar sobre sus atributos y para ello debieran usar nombrecitos como calzoncillitos, en clara merma de los nobles atributos masculinos que protege dicha prenda, pero en fin, mejor dejo a un lado las lances idiomáticas, pues como podéis leer perturban con enorme profundidad mi ser.

Al desnudarme, el blancor de mi piel entró en contacto con la luz solar proveniente desde la ventana, el reflejo inundó la estancia y deslumbró a ambos profesionales que se llevaron las manos a los ojos. La enfermera actuó rápida ante tal eventualidad, fue hasta la correa, situada a un lado del marco de la ventana, y bajó la persiana. El doctor abrió los ojos con lentitud, pasado aquel momento de estupor y se levantó de la silla, lanzó un examen ocular previo sobre mi níveo cuerpo, señalando con el dedo índice aquellos lunares que creía sospechosos de ser investigados: nivus, lunares, pecas, granitos, protuberancias oscuras, costras alfacentauris, etc.
La enfermera, con un rotulador negro en mano, blandiéndolo en total verticalidad, apuntándolo al techo cual lanza, se acercó hasta mí, y, siguiendo con extremo cuidado las indicaciones del doctor, pintaba una media luna con una pequeña pirámide en el centro del vértice curvilíneo, el semicírculo rodeaba cada una de las marcadas pecas en mi cuerpo. Las señales negras tatuaron mi piel como a un vikingo, mi cuerpo se asemejaba a uno de esos personajes de videojuegos, series o películas, tal Dios Kratos de la Guerra, guerrero Nórdico que adoran jóvenes y no tan jóvenes.
El doctor me ordenó levantar las manos, las levanté. Me ordenó me diera la vuelta, mientras la enfermera seguía marcando y remarcando, con fuerza desmedida, sobre mi piel; en ocasiones me daba la sensación estuvieran enfadados el uno con el otro y estuvieran pagando su malhumor con mi adorable dermis. El médico solicitó a la enfermera que trajera una camilla y ella, en el mismo tono profesional (¿serio-malhumorado?) que su compañero, acudió a una sala colindante y trajo una cama-móvil con ruedas. El doctor me ordenó estirarme boca abajo encima de ella. Como la mayoría de hombres comprenderán, y esto es debido a recuerdos difíciles de olvidar de mis tiempos universitarios, cuando un hombre ordena a otro ponerse boca abajo, le entra (al que se tumba) un sudor frío que le atenaza el cuerpo sin medida, produciéndole al tumbado una constricción del perineo y del agujero nombrado por los romanos como anus. Pero continúo, debido a mi fe inquebrantable en la profesión médica e, intentando borrar los recuerdos universitarios, obedecí. La enfermera continuaba, al son de los señalamientos del doctor, su ardua tarea de tatuar mi cuerpo; relajado por la postura adquirida empecé a bostezar, tenía sueño y de no haber sido por las palabras dichas en tono bajo por la enfermera me hubiera dormido allí mismo.
La sanitaria dijo: «pinta mal».
Un escalofrío recorrió mi espaldamen, el doctor gruñó, como asintiendo, con esa fría aquiescencia profesional que destilan algunos galenos que ni ante el tumor más maligno mostrarían el más ligero detalle de asombro. ¿Qué había visto la profesional médica? ¿Qué examinaban los dos profesionales para que la tensión en la sala se convirtiera de fría a gélida? ¿Qué tenía en mi cuerpo? Me vino a la mente la palabra melanoma. ¡Claro, eso es! Es el fin. Las lecciones aprendidas de teología acudieron hasta mí, visualicé los querubines, la estratificación católica con su cúspide celestial y, a Dios (sea quien sea), tendiéndome una mano, por supuesto la palabra hipocondriaco no acudió hasta mí, eso es propio de gente de baja moral y poco conocimiento. Mi fe ciega en la observación médica y en el conocimiento teológico más elevado arrastraba el miedo lejos de mi persona, pero, a pesar de ello, en aquella habitación se estaba cociendo mi perdición física. Rememoré acontecimientos cercanos y asentí para mí, lo sabía, lo sabía, por eso me enviaban a una epiluminiscencia que no había pedido. Escuché como la enfermera palmeaba contra la mano el rotulador y repetía en tono bajo, «pinta mal, pinta mal», y el gruñido del doctor con cada golpeteo de ella atesoraba la grave situación en la que me encontraba. Al estar boca abajo solo pude imaginarme las caras de ambos, el pensamiento del doctor al tener que decirme, «lo lamento, es incurable», por suerte mi arraigadas creencias me hacían más fuerte en las circunstancias oscuras de la vida. La enfermera se retiró (debía estar muy afectada) hasta el escritorio, allí debió dejar el rotulador sobre la mesa, escribo debió pues al estar echado boca abajo en la camilla mi ángulo de visión era pésimo y solo podía suponer por los ruidos que sucedía. Escuché el típico sonido de una superficie alargada y plástica contra la mesa. Supuse había dejado su lanza marcadora en el escritorio y continuaba con su «pinta mal, pinta mal» que me intranquilizaba con enormidad dantesca, estuve a punto de girarme y preguntarles, «Por el amor del Dios, ¿qué me ocurre? ¿Qué tengo? No se lo callen». Pero en ese momento volvió la enfermera a los pies de la camilla, por el rabillo del ojo observé que había cambiado de rotulador, ahora traía un flamante artilugio de punta roja y, puesta su mano sobre mi pantorrilla, que segundos atrás había horadado con el rotulador negro, trazó con una caricia apenas imperceptible por mi sensible piel un nuevo círculo y dijo con una voz triunfal: «Ahora sí, ahora pinta bien».

Entendiendo de súbito la situación, me avergoncé, me puse rojo y el médico me preguntó si me encontraba bien. Aludí que había bebido zumo de tomate y por eso el rubor en mi rostro. Lo acontecido después fue una martingala burocratotécnica que no merece narrarse en lo más mínimo. De ese día aprendí valiosísimas lecciones que espero las venideras generaciones aprendan junto conmigo: a) no hay que hacer suposiciones y b) el profesional médico, mejor, callado. Válgame el cielo, por San Doroteo.

Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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