domingo, 12 de octubre de 2025



Un decálogo de relatos unidos por una pulsión metaliteraria-biográfica. Es lo primero que deduje al acabar de leer esta antología. La visión referencial anclada en dos ejes que pivotan sobre un mismo tema: el punto de vista del que escribe o el punto de vista del personaje descrito. El leitmotiv: el personaje. ¿Pues no es un autor, visto desde la óptica lectora y sin una biografía bien detallada, un calco risible de los personajes que construye? 

Es cierto, no todos los relatos de este libro orbitan en torno a autores, la mitad se sustentan en personajes literarios. Lo curioso de su lectura —de gran agrado de lector letraherido— será averiguar si la memoria del personaje es cómo se recuerda o si Héctor, en esta devenir ficcional, los ha respetado o transmutado o, incluso, ha encontrado un tercer estado híbrido. El propio autor me desmentiría,

 

«No me centro en la autoficción, evado lo biográfico, soy más bien un escritor escapista».
Héctor Daniel Olivera Campos.


Lo bueno de una antología tan variada como esta, es que a cada lector le acaba gustando un relato distinto al de su compañero de lectura. Para mí, el mejor fue el relato donde aparece Sir Arthur Conan Doyle y en él se establece una disociación entre los dos personajes. ¿Dos? Claro, el verdadero Doyle de la vida real (con su biografía y su información contrastada en notas de prensa) vs el Doyle de ficción (el que hemos caricaturizado e imaginado miles de veces). En este relato, como si de un juego de espejos demoníaco se tratara, Héctor contrasta al creador del personaje más lógico de la historia, Sherlock Holmes, al Doyle creyente en hadas y espiritismo. ¿Cómo se puede explicar ese sin sentido, lógica o fantasía, en una misma persona si no es armando un personaje literario visto desde fuera?

 

«No es un libro metaliterario, aunque sí lo sea en lo tangencial», apuntó Amelia de Querol.


Contraviniendo tanto a presentadora como a autor, daré mi opinión en base a que la recepción lectora de toda obra es particular a cada individuo. La función autorial y biográfica sí forman parte de lo metaliterario; ojo, es mi creencia, como quien cree en Dios o en los extraterrestres o que la literatura puede cambiar el mundo. Para mí, reinventar a la persona del mundo real (autor) o al personaje de un libro, es darle una nueva voz desde otra percepción, es explicar la literatura desde los márgenes, lo autorial, como estudian los nuevo historicistas la literatura. El autor cumple con la misma premisa que sus creaciones literarias, pues no deja de ser un personaje inserto de manera indirecta en la trama (tenemos su mirada de la vida, del mundo, y el nuevo autor que escribe sobre el primigenio lo transmuta para decir algo nuevo sobre ello).

Lo tangencial y lo biográfico convergen y quedan inscritos, como un sello de goma metaliterario, aunque sea un sello muy invisible para la mayoría de ojos, en el acto narrativo. Ya lo dije, soy creyente de lo metaliterario, para mí no se puede separar al fabulador de lo fabulado y, si un tercero, discurre sobre lo primero no es acaso metaficción, pues como decía Nancy Huston, somos la especie fabuladora, pero esto no nada malo, todo lo contrario, todos formamos parte de la literatura y Héctor Daniel Olivera también.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

domingo, 5 de octubre de 2025


«Cuando ya no podemos cambiar una situación,
tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».
Viktor Frankl


Estoy en un escenario. Voy vestido de payaso, nariz roja, chaqueta de colores, zapatos enormes, y alrededor mío hay otros artistas: dos músicos, con su violín y su violonchelo, un hombre que se tira desde un trampolín a una piscina de plástico, una señora con un perrito andante a dos patas, dos niños siameses. La mayoría de ellos llevan una kipá encima de la coronilla y, descubro, para mi propio asombro, que también llevo el enser encima de mi cabeza. ¡Judío, soy judío! Me corrijo, ¡somos judíos! El auditorio enfrente de mí es espacioso, muchos asientos y un público bullicioso que mira el espectáculo. 

Un hombre se levanta de la butaca en la segunda fila. Viste de negro y en el antebrazo luce un trapo de tela roja, con un círculo blanco y una esvástica negra encima del fondo blanco. Entre sus manos sostiene un fusil de asalto. Aprieta el gatillo. Una descarga de balas sobrevuela el escenario, pero sigo inmutable con mi número, siete bolas de colores al aire, y las mantengo ahí, en el aire, y las voy recogiendo y las vuelvo a lanzar. 

Las balas atraviesan el violonchelo y al hombre que hay detrás, que cae al instante al suelo. Una bala le impacta al del violín en la mano, en la clavícula y finalmente en el cuello. El perrito apenas lanza un aullido lastimero antes de que su dueña caiga después de él. La piscina es un charco rojizo y el hombre flota bocabajo. Los siameses renquean con varios impactos de bala en el tórax. Dos hombres, corpulentos, vestidos de negro, se abren paso por la segunda fila hasta abalanzarse sobre el asesino. Le quitan el arma, lo tiran al suelo y le golpean en la cara hasta dejarlo inconsciente. 

Detengo los giros acrobáticos de mis bolas de colores en el aire y observo en derredor. Todos mis compañeros de escenario han muerto. Solo he sobrevivido yo: el payaso judío. Llevan al hombre a una celda y a mí a otra habitación. 

Aparecen una docena de sabios y eruditos, que empiezan discusiones filosóficas en torno al insólito hecho de mi supervivencia. Ni una sola bala, repiten incrédulos. El primero en hablar es el ortodoxo, que se pregunta: ¿Es acaso un elegido de Dios? No, no, dice otro: ¡Son sus capacidades únicas y especiales lo que le han permitido sobrevivir! Quizá, interviene un tercero: Era el propio asesino el que, inconscientemente, no quería acabar con todos. Es posible, acuña un cuarto, es un trauma anclando en el propio agresor y algún trauma asociado a la infancia y al circo... Y así, un quinto, un sexto, un séptimo, un octavo… 

Finalmente, toda la troupe de doctos y sabios deciden llevarme ante la presencia del asesino y preguntarle su opinión. Por supuesto, antes le repiten todas las diatribas expuestas previamente para que el hombre tenga en cuenta todas las posibilidades barajadas. Cuando el portavoz del erudito grupo se acalla, el hombre, con las manos esposadas a una mesa de madera y sentado en una silla, responde: 
—Son todos unos imbéciles. El fusil se atascó.

 
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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