domingo, 5 de octubre de 2025


«Cuando ya no podemos cambiar una situación,
tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».
Viktor Frankl


Estoy en un escenario. Voy vestido de payaso, nariz roja, chaqueta de colores, zapatos enormes, y alrededor mío hay otros artistas: dos músicos, con su violín y su violonchelo, un hombre que se tira desde un trampolín a una piscina de plástico, una señora con un perrito andante a dos patas, dos niños siameses. La mayoría de ellos llevan una kipá encima de la coronilla y, descubro, para mi propio asombro, que también llevo el enser encima de mi cabeza. ¡Judío, soy judío! Me corrijo, ¡somos judíos! El auditorio enfrente de mí es espacioso, muchos asientos y un público bullicioso que mira el espectáculo. 

Un hombre se levanta de la butaca en la segunda fila. Viste de negro y en el antebrazo luce un trapo de tela roja, con un círculo blanco y una esvástica negra encima del fondo blanco. Entre sus manos sostiene un fusil de asalto. Aprieta el gatillo. Una descarga de balas sobrevuela el escenario, pero sigo inmutable con mi número, siete bolas de colores al aire, y las mantengo ahí, en el aire, y las voy recogiendo y las vuelvo a lanzar. 

Las balas atraviesan el violonchelo y al hombre que hay detrás, que cae al instante al suelo. Una bala le impacta al del violín en la mano, en la clavícula y finalmente en el cuello. El perrito apenas lanza un aullido lastimero antes de que su dueña caiga después de él. La piscina es un charco rojizo y el hombre flota bocabajo. Los siameses renquean con varios impactos de bala en el tórax. Dos hombres, corpulentos, vestidos de negro, se abren paso por la segunda fila hasta abalanzarse sobre el asesino. Le quitan el arma, lo tiran al suelo y le golpean en la cara hasta dejarlo inconsciente. 

Detengo los giros acrobáticos de mis bolas de colores en el aire y observo en derredor. Todos mis compañeros de escenario han muerto. Solo he sobrevivido yo: el payaso judío. Llevan al hombre a una celda y a mí a otra habitación. 

Aparecen una docena de sabios y eruditos, que empiezan discusiones filosóficas en torno al insólito hecho de mi supervivencia. Ni una sola bala, repiten incrédulos. El primero en hablar es el ortodoxo, que se pregunta: ¿Es acaso un elegido de Dios? No, no, dice otro: ¡Son sus capacidades únicas y especiales lo que le han permitido sobrevivir! Quizá, interviene un tercero: Era el propio asesino el que, inconscientemente, no quería acabar con todos. Es posible, acuña un cuarto, es un trauma anclando en el propio agresor y algún trauma asociado a la infancia y al circo... Y así, un quinto, un sexto, un séptimo, un octavo… 

Finalmente, toda la troupe de doctos y sabios deciden llevarme ante la presencia del asesino y preguntarle su opinión. Por supuesto, antes le repiten todas las diatribas expuestas previamente para que el hombre tenga en cuenta todas las posibilidades barajadas. Cuando el portavoz del erudito grupo se acalla, el hombre, con las manos esposadas a una mesa de madera y sentado en una silla, responde: 
—Son todos unos imbéciles. El fusil se atascó.

 
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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