miércoles, 9 de septiembre de 2020

«Seguramente habían calumniado a Joseph K., pues, sin que nada malo hubiera hecho, fue detenido una mañana».

Esta obra, El proceso, es la historia de una venganza, graciosa, personal y transcendente de Franz Kafka contra el mundo del derecho; y es por ser, él mismo, parte de ese mundo —se doctoró en derecho en la universidad de Praga en 1906— que somete con sorna y debate la justicia de los hombres al arbitrio de nosotros los lectores. 

Algunas de sus primeras sentencias son clarificadoras, tales como la siguiente:

«La falsa creencia en la seguridad del estado que se preocupa por sus ciudadanos».

De suerte que esta absurdidad, propia de un genio, Kafka, que en sus últimos días, muriéndose, entregó los manuscritos de sus obras a su íntimo amigo y consejero literario, Max Brod, y le conminó que, a su muerte, los quemara. Sería porque ¿pocos lo leían en vida? Quién sabe. En todo caso, su fiel amigo, desatendió esa última petición, y aunque la promesa de amistad fuera traicionada, ello nos ha permitido disfrutar de la escritura de Kafka, un portento no reconocido en vida, pero valorado mucho después. 

«No hay armas contra esta justicia; es obligado confesar. En la primera ocasión, confiese».

Al anterior anecdotario anterior aporto la pregunta que cualquier lector se hace y que también comentamos mucho en el grupo de lectura Letraheridos del que soy asiduo, quizá esa súplica final de Kafka no fuera, después de todo, más que una mascarada, una personificación del teatro del absurdo llamado vida, una solicitud interpretada hasta el final donde, ni el propio Kafka, confiaba en que su amigo cumpliera lo dispuesto. En todo caso, y gracias a esa lealtad en contra de él mismo, tenemos su obra en nuestros días.

«No puedo decir, tampoco, que esté usted acusado: o, más bien, ignoro si lo está. Que está usted detenido es exacto, y no sé nada más».

El Proceso es una burla al sistema judicial. De entrada, Josep K. —el protagonista— nunca llega a leer ni oír la acusación contra él; esta no se pronuncia, no cobra forma en ninguna carta, manuscrito, libelo o pliegue jurídico y ni tan siquiera uno solo de los personajes que aparecen, y aparecen muchos, menciona tan siquiera de pasada en qué consistirá su sufrimiento legal.

«
Josep K.—¿Cómo se entiende que vaya al Banco, puesto que estoy detenido?
Inspector—Usted no me ha comprendido bien. Está detenido, sí, pero eso no impide que cumpla con sus obligaciones. Nadie le prohibirá llevar su vida normal.
»

Así, el tiempo novelístico pasa de palabra en palabra en la inopia del motivo acusador; y ni siquiera al propio afectado parece importarle el porqué de su asunto con la justicia, sino más bien el cómo. No le importa —al lector sí— el origen del crimen, sino como subsanarlo, es esta contraposición, la avidez del lector vs la absolución del personaje, querer saber más vs la pragmática resolución favorable, lo que enfrenta en toda la obra la curiosidad lectora y la habilidad de Kafka por no querer decir.

«¡Hay tantas sutilezas en las que la justicia se pierde! Llega a descubrir un crimen allí donde nunca lo hubo».

Y Joseph K., simplemente nombrado K. la mayoría de veces, es un personaje guiado por una hábil mano, un personaje que recorre los vericuetos de ese circo creado por los hombres llamado Justicia y que tan bien recrea para burla y escarnio el autor.

«[…] el proceso seguía su curso y que allí arriba, en el granero, los funcionarios de la justicia quedaban pendientes de los archivos de este proceso […]».

Resulta gracioso, al menos lo resulta en los primeros capítulo, como Kafka reduce al ridículo los espacios físicos donde se erigen los templos del derecho, pues los palacios de justicia se encuentran en los lugares más mundanos y ridículos: habitaciones en edificios de cinco plantas, graneros, puertas ocultas tras camas, almacenes, etc.

«[…] la escalera de madera no aclaraba nada. K. advirtió que cerca de la subida había un cartelito y corrió a verlo. Estaba escrito con mano torpe. La inscripción decía: «Escalera de los archivos judiciales». Así pues, los archivos de la justicia se encontraban en aquel hórreo […]».

No son menos ridículos los personajes que vigilan el paso a los edificios, y así, de todas guisas e índoles, nos dibuja a atípicos guardianes: lavanderas, jueces, pintores, policías, inspectores, chiquillas (algunas jorobadas), extranjeros italianos, abates. Podrá darse cuenta el elector de la transgresión del autor al nombrar a personal no cualificado como parte del entramado jurídico, rebajando de esa manera la importancia de la justicia, la bufonada que supone para él, y para el común de los hombres, enfrentarse a la burrocracia justiciera. Pero es que, como Kafka persigue y explicita en un momento de la justicia: «todos somos parte de la justicia», es decir, y esta es una elucubración mía, todos somos parte de la bufonada.

«Es muy posible que ninguno de nosotros sea de corazón duro, inclusive estaríamos dispuestos a brindar un favor a quien lo necesitara; pero, en calidad de empleados de la justicia, aparentamos a menudo que somos de mal corazón y que no queremos ayudar a nadie».

No puedo negarlo, me he reído, sobre todo en los primeros capítulos, pero no se deje engañar el astuto lector por estas palabras; la narración se extiende, va más allá y poco a poco, hasta sus últimos capítulos, aunque sin perder ese tono caricaturesco-kafkiano, ahonda en la seria reflexión, acabando en un último capítulo triste, oscuro y esclarecedor de lo que, tal vez, quería transmitirnos Kafka.

«[…] asimismo es posible comprender algo y engañarse a un tiempo acerca de lo mismo».

Es El proceso una obra por la que merece echarse una risas y, por qué no, también unos lloros, pues quién esté libre de multas que pague la primera de ellas.


*nota*: Kafka es aquiescente.
«aprobaba con movimientos de cabeza cuanto iba diciendo el abogado, punto por punto, dirigiendo una que otra mirada a su sobrino como para dar ánimos a su aquiescencia».


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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