«Los partidarios conquistados por medio de la palabra escrita son menos que los conquistados merced a la palabra hablada.
El triunfo de todos los grandes movimientos ha sido obra de grandes oradores y no de grandes escritores»
1956. Dallas. Lago Grande.
Ayer maté a mi séptimo ucrónico. No debía poseer más
de siete años. Lo esperé en la linde del pequeño bosque entre Seis Lagos y Lago
grande. A la altura del atajo para llegar a la urbanización desde el colegio Woodmoor.
Le esperaba respirando en un volumen quedo, ya que la experiencia me ha
enseñado que los ucrónicos detectan esos pequeños cambios en las aspiraciones. Apareció
de repente, mochila en la espalda y observando tranquilo en derredor. Salí de
entre los árboles, abrió los ojos, pero antes de que chillara le tapé la boca.
Mi cuchillo le cercenó el cuello. No sufrió. Siempre intento que sea rápido,
pero en ocasiones se rebelan, se zafan, y solo consiguen alargar la agonía.
«Asesino prepúber» me nombran en algunos diarios. Si
ellos supieran, no entienden la necesidad. Me alejé de Dallas todo lo que pude.
«1912. Alta Austria. Leonding.
Querido diario, observo disgustado el cuchillo
ensangrentado encima del escritorio, su contemplación me obliga a escribir. Son
las aberraciones que me asaltan por las noches las que me conducen a realizar
estos actos perversos. Espero, la historia, sepa perdonarme...».
1956. Texas. Kerrville.
En ocasiones leo el diario de mi padre. Acabó con
muchos ucrónicos en Alemania antes de partir del país. Sin embargo, su diario
me obliga a recordar los peligros de los descuidos. Cualquiera de esas pequeñas
aberraciones que escapan... una sola, puede cambiar el futuro; en ocasiones,
con tal virulencia, que me estremezco al pensar en ello.
Mis particulares visiones nocturnas repletas de hongos
atómicos gigantes sembrándose por todo el mundo; la visión aterradora de explosiones
kilométricas enraizadas en la tierra... Sueños en los que se entremezclan visiones,
recuerdos y pensamientos de mis ancestros. Sí, rememorar sus errores también
duele...
Hoy maté a mi octava aberración. Una niña. No lloraba.
Esta era especial. La mirada de la perfecta sociópata. ¿Cómo puede un padre no
darse cuenta de la perversidad anclada en su hijo? Si la pequeña hubiera tenido
un arma entre sus manos el final hubiera sido muy distinto. La soñe meses atrás
con el sobrenombre de la enfermera muerte, centenares de viejos inocentes perecidos
en sus manos y, a pesar de ello, soy yo el asesino.
«1912. Alta Austria. Linz.
Tengo que escapar de este pueblucho. Anoche me
encontraba en el cobertizo de la familia Poetsch. El pequeño estaba apilando
heno, me acerqué con cuidado, pero pisé una rama. Maldito descuido, un paso más
y mi hoz le hubiera cercenado la garganta. Pero no, la aberración disfrazada de
niño escuchó el ruido y movido por ese instinto más allá de toda comprensión,
se puso a correr y a chillar como un loco. Apareció el señor Hafeld: «Adolf,
¿qué son esos chillidos?» El buen señor Hafeld dio la voz de alarma; en esta
extraña búsqueda de aberraciones no hay segundas oportunidades. Escapé por la
puerta trasera, las autoridades magiares acudirían por la mañana. Era
imperativo huir, pero el horror en mis ensoñaciones... La señal de la cruz
doblada que acababa con millones de seres recaerá sobre mí durante años».
1956. Nueva York. Forest Hills.
«Kew-forest school», reza el cartel, debajo la bandera
norteamericana ondea al viento. El barrio de Whitepot alberga una cantidad
ingente de personas blancas. No es de extrañar que esta pequeña aberración, un
niño de piel pálida y melena rubia, sea el reflejo del lugar. No consigo
quitarme la imagen de ayer. Fue la más macabra que he tenido en los últimos
años. Las enormes explosiones se elevaban en un mar de humo. No quiero permitir
a mi imaginación volar con imágenes de una tercera guerra mundial.
Espero al pequeño en una esquina. He estudiado su
rutina. El jueves sale una hora antes del colegio, compra un panecillo en la
panadería de la esquina de Rego park y después se aleja por Alderton en
dirección a casa. Lo adelanto y le espero en el vestíbulo. El cuchillo reposa
en el interior de mi chaqueta. Aparece. La puerta se abre, se dirige en
dirección al ascensor, me abalanzo sobre él, pero una puerta se abre. Mierda.
Un vecino me observa perplejo, no hay tiempo, me abalanzo sobre el niño, pero
el vecino se tira contra mí. Me intercepta. «Corre Donald. Avisa a la policía».
Maldito estúpido. Forcejeamos. El ucrónico sale corriendo. No quiero matar a
este hombre, es un inocente, pero le parto la nariz con tal fuerza que dudo
respirará normal el resto de su vida. Aprovecho el golpe y le cortó la mano con
el cuchillo. Chilla, afloja el abrazo y salgo a la calle. Escondo el cuchillo
en el interior. Camino despacio para no llamar la atención. Sirenas de policía
se acercan a toda velocidad, dirijo la mirada en todas direcciones, pero el
pequeño ya no está. La aparición de los coches policiales finaliza todo intento
de encontrar al ucrónico. Me alejo. Ya no tendré otra oportunidad.
2017. Estados Unidos. Washington.
«Trump gana las elecciones». Quizá esto es lo que
pensaba mi padre en los albores de su huida de Alemania. Un solo descuido y
condenas a millones, a lo mejor escribir un diario me redime de alguna manera que
ahora no vislumbro. Una triste continuación de las letras de mi padre... El
infierno es saber lo que ocurrirá y no poder cambiarlo».
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
0 comentarios:
Publicar un comentario