«La gente que
viaja en el metro de Nueva York lleva siempre los ojos puestos en el vacío,
como si fueran pájaros disecados»
Le
resultaba molesto ir en el metro, soportar el peso de las miradas de la gente,
los codazos, la eterna lucha por un asiento. También por eso escogía quedarse
de pie, para no tener que luchar por ese nimio gesto que representaba tomar un
sucio asiento.
En
aquella ocasión no llevaba libro en el bolso, por lo que no podría tener la
excusa de desviar la mirada de sus congéneres, distrayéndose entre las líneas
perdidas de una novela. Por eso optó por agachar la cabeza y mirar al suelo, al
límpido terreno que relucía bajo los pies (¿sucedían esas cosas, de suelos
límpidos, en aquel metro?).
El
terreno que pisaba reflejaba los fluorescentes del techo, líneas paralelas que se
asemejaban a vías de tren en dirección al infinito. El convoy avanzaba rápido
entre estación y estación, en cada una, las puertas del vagón se abrían y una
oleada de personas bajaba y otra subía; ella, con la cabeza mantenida en esa posición
solo veía sus propios zapatos y el calzado de la marabunta de pasajeros que la
acompañaban: bambas deportivas, tacones altos, turistas con calcetines blancos en zapatos
negros, mocasines, sandalias...
Como
le exasperaba toda aquella turba de gente.
Entonces,
sin aviso, se fijó en el suelo, las pequeñas motas del pavimento, blancas,
negras y grises, que conformaban la amalgamada superficie que pisaba, comenzaron
a arremolinarse las unas con las otras.
—¿Qué?
—Lo dijo tan bajo que nadie se giró para ver por qué lanzaba aquella pregunta.
Tampoco
nadie prestaba atención al suelo, bueno, quizá sí había un niño pequeño que
señalaba con el dedo bajo sus pies, pero su madre, más absorta en la
contemplación de su móvil, no prestaba atención al dedo de su
retoño, y, si la progenitora no prestaba atención al renacuajo, mucho menos lo
hacía el resto de pasajeros.
Mientras,
los puntos negros, blancos y grises se habían juntado formando un rostro bajo
sus zapatos. Petrificada ante la visión de aquel rostro debajo de ella, se quedó aterrada
contemplando la monstruosa visión que justo se formaba al comienzo de la punta
de su calzado.
El
rostro, aunque pudiera parecer una pareidolia sin fundamento, creaba una faz reconocible;
esta miraba hacia arriba, y, la cara, formada por todas aquellos pequeños
puntos blancos, negros y grises, sonrió. Abrió la boca y lanzó un susurro que,
al parecer, solo ella escuchó en el vagón: «bonito tanga rosa».
Pervivo para enseñaros.
IGNATIUS B.P.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
¡Hola! Me ha gustado mucho este relato y me ha recordado a alguno de Cortázar. La coletilla final, "bonito tanga rosa", da miedo de veras...
ResponderEliminarBuen relato, felicidades
pd. Corrige un "cómo" sin tilde diacrítica :P
Ismael
¡Muy buen relato, UTLA! Efectivamente, l gente en el metro ya no está con la mirada perdida en el vacío sino con la vista clavada en la pantalla del móvil, menos ese fantasma que aprovecha su posición desde el suelo para otear tangas. Desde ahora me fijaré en los puntos negros del suelo, tengo una relación amor-odio con el metro, sucio, agobiante, tórrido pero práctico.
ResponderEliminarSaludos!
Borgo.