domingo, 30 de junio de 2019

«Haría cualquier cosa por recuperar la juventud... Excepto hacer ejercicio, madrugar, o ser un miembro útil de la comunidad»

Sergey cerró el libro, el título, De profundis, impreso en una portada sobria, sin imágenes ni otros ornamentos, iba acompañado del nombre del autor: Oscar Wilde.

—¿A qué es terrible?

Su mujer, atareada en el hogar, musitó un sí lejano, Sergey seguía pensando en aquel libro, un extensa misiva de Wilde escrita con lamento en su retiro en la prisión; una triste carcajada se le escapó al pensar en el eufemismo, ¡retiro!, Wilde, aprisionado durante dos años, despojado de todo y todos cuanto le rodeaban. El libro suponía una extensa misiva donde denunciaba los abusos de su antiguo amante, Alfred Douglas, abusos que le llevaron finalmente a prisión. De profundis recogía muchos detalles escabrosos sobre aquella relación homosexual, datos, fechas, lugares, información ávida para cualquier morboso lector. Wilde, sentenciado por un terrible crimen, ser homosexual, tuvo que sufrir escarnios y privaciones durante los dos años de condena. Sergey recapacitó acerca de su máquina del tiempo, ¿para que la tenía sino era para cambiar aquellas injusticias? ¿De que servía tener una máquina del tiempo si siempre se detenía en su uso? Podría volver atrás y liberar a ese gran genio de su tortura, de su torturador y de su oscura tragedia. Wilde podría escribir tantas obras. Se animó al pensar en ello.

—Volveré tarde —Elevó la voz para que su mujer le escuchara.

Su esposa gruñó desde algún lugar oculto de la casa, conocía bien a su marido, frases escuetas y decididas, resultaban impropias en él. Delataban que tramaba alguna artimaña, seguramente relacionada con el salto temporal, pero ambos habían acordado unas normas básicas de connivencia.

A) Ningún cambio posterior a 1970. La tonta precaución evitaría que ella, por ejemplo, no naciera. No es que cualquier cambio anterior a esa fecha no fuera a tener repercusiones, por ejemplo, si mataba a la abuela de su mujer, su esposa no nacería, aunque, claro, él no iba a matar a nadie. En todo caso, la primera prerrogativa reducía considerablemente las posibilidades de que algo negativo cambiara o borrara de la faz de la existencia a aquello que más amaba.

B) Prohibido volver dos veces al mismo instante y lugar. Es decir, Sergey no podía retornar a un lugar y tiempo en el que ya hubiera estado, sobre ese punto ambos estuvieron de acuerdo. No tendría sentido presentarse en un pasado y encontrarse cara a cara con él mismo, intentando convencer a su yo del pasado que no hiciera lo que ya había hecho. En fin, un lío y, en resumen, evitar dos viajes al mismo sitio y fecha.
Por supuesto, la complejidad de abordar un salto temporal implicaba por lo general más pautas y detalles que tenían que resolverse en la espontaneidad misma del salto. En ocasiones, su mujer y él, reñían por decisiones futuras, decisiones que, una vez tomadas por Sergey en el transcurso del viaje, desaparecían de los recuerdos de su esposa, ya que no tuvieron lugar nunca.

Aunque en justa honra, en la mayoría de las ocasiones, ella aprobaba lo que él hacía, prefería en la mayoría de las ocasiones no inmiscuirse en demasía, prefería permanecer al margen, ajena al extraño poder de su marido, y, si ella desconocía, tampoco discutirían.

—¿Te vas?
—Sí.
—¿A salvar el mundo?

Sergey no contestaba cuando las preguntas burlescas de ella le atizaban en los oídos, pero también entendía su malestar, el ejercicio del descontento ante lo que iba a acometer, después de todo, ella, no podía viajar en la maldita máquina, por alguna extraña configuración que desconocían, solo Sergey podía.
Su esposa no levantó la cara de la cacerola, en el interior bullía el agua lentamente, los alimentos troceados saltaban en una nueva receta marinera que ella quería probar desde hacía tiempo. El olió el aromático vaho salado, la olla desprendía esencias de mar, se besaron y marchó, dejando a su mujer con los mejillones, las gambas y el sofrito.



Ajustó el relé, bajó una palanca, los dígitos mecánicos [1891]—obligatorios engranajes físicos pues el tiempo descuartiza los circuitos digitales— mostraban la fecha de la tarde en que Wilde conoció a Alfred, su amante. Se había informado a conciencia, Wilde lo conoció, mediante un amigo común, Lionel Johnson, una tarde en la que un grupo de allegados de Wilde acudieron hasta la casa de Oscar en Tite Street para tomar el té, costumbre británica como tantas otras. Sergey introdujo los pares de coordenadas geofísicas, con sus horas, minutos y segundos, se sentó en la máquina y presionó el último botón. Un desagradable empuje se le ancló en el pecho, seguida de una profunda oscuridad y el consecuente mareo. Un instante después se encontró en pleno Tite Street. Su extenso vestuario, heredado de su padre, quien a su vez lo heredó de su abuelos, le permitía camuflarse en un sinfín de épocas, por la máquina no tenía que preocuparse, era invisible para cualquier persona ajena a su propio tiempo.
¿Desde cuánto tiempo atrás tenía su familia aquella máquina del tiempo? Era una cuestión que le asaltaba de vez en cuando, sobre todo cuando realizaba un salto, pero el tiempo no espera a nadie y hubo de concentrarse en el momento, en aquella tarde de 1891. A lo lejos, divisó a Leonard y Lionel, se acercaban risueños camino de la casa del famoso escritor, ambos charlaban animadamente camino de la puerta guardiana del hogar de Oscar Wilde. Un letrero, de fondo blanco y letras azules, destacado en la esquina de una casa anunciaba la dirección: Tite Street. Sergey escudriñó a la pareja que se acercaba con la atención de un depredador en pos de una presa. Le resultaba tan sencillo modificar, con un simple traspiés, la línea temporal conocida, estropear la sonrisa en el rostro de Leonard, intrigar en la historia y cambiar los acontecimientos Wildenianos. Ello tan solo requería un sucio vaso de madera, roñoso, repleto de vino y un mal traspiés. El ropaje adquirido del guardarropía familiar le ayudaría, vestido como un pordiosero victoriano, se acercó a Leonard y sin mediar palabra, le tiro el líquido rojo que sostenía en la mano, el vino cayó sobre la chaqueta añil de Leonard, la mancha horrible la acompañó un grito de estupor, un insulto y un manotazo apartando al indigente Sergey disfrazado, y de nuevo palabras furibundas. El taimado Sergey interpretaba el papel de un ebrio transeúnte, farfulló una disculpa en un peor inglés y ni se esforzó en vocalizar lo más mínimo, tal y como haría un borracho. El presumido Leonard, tal y como Sergey previó, se disculpó ante Lionel e, iracundo por la mancha y el incidente, se dio media vuelta, marchando encolerizado calle arriba. Wilde marcharía al siguiente día de Londres, las circunstancias que acercaron a Wilde y Leonard no se reproducirían, y, caso de que así fueran, al no ser en el mismo instante y mismo lugar, Sergey podría volver con su máquina y, sin irrumpir en ningún juramento de las leyes temporales erigidas entre su esposa y él, frustraría de nuevo los planes de Leonard.
Wilde merecía ser feliz, convertirse, además de en el gran escritor que sería, en una persona feliz y liberada de, Bossie, alias Leonard, su amante cruel, quien le hubiera llevado a la ruina. Por suerte, el plan de Sergey surgió a la perfección y la fatídica reunión del té había fallido. El viajero temporal sonrió satisfecho cuando retornaba con sus andrajos a la máquina. Los periódicos victorianos ya no recogerían el injusto juicio contra Wilde, el que le hubiera desposeído de esposa, hijos, viviendas y de su amada librería. Ya no tendría lugar. En verdad, lo único lamentable sería prescindir del libro, De profundis, pero el pequeño sacrificio bien valdría nuevas obras futuras del genio irlandés; Sergey estaba seguro de que Wilde escribiría muchas otras obras, alcanzando aún más renombre.



El regreso temporal resultaba mucho más cómodo que la ida, el mareo no se reproducía, la oscuridad se restituía por un leve brillo dorado, como si la vuelta al tiempo natal resultara, de algún modo, lo natural. Sonreía satisfecho, un pequeño cambio en la historia y un genial escritor se salvaba. Tenía muchas ganas de llegar a su hogar y comentarlo con su esposa.

—No te vas a creer a quien salvé —Su voz triunfal no podía esconder por más tiempo la hazaña.

Su mujer, atenta a un guiso de carne mechada, solo asentía sin dejar de mirar a la cacerola. ¡Lástima! Se había ilusionado con las gambas y el guiso marinero, pero es lo que tenía saltar en el tiempo, los pequeños cambios paradójicos que modificaban levemente la realidad alteraban otras pequeñas partes.

—¿A quién salvaste? —Ella no apartaba los ojos de la cacerola, los diminutos trozos de carne, patata y guisantes revoloteaban un instante para volver a sumergirse en el agua en ebullición.
—A Oscar Wilde.
—¿A quién? —La voz de su esposa no transmitía burla, tampoco desdén o sorpresa alguna. Si estaba fingiendo, estaba realizando una actuación impecable. Conocía bien a su esposa y no actuaba bien.
—Oscar Wilde —repitió Sergey no muy convencido, un tanto nervioso, y, ante el genuino alzamiento de hombros de su mujer, lanzó la retahíla de obras más reconocidas del brillante escritor—, ¿El retrato de Dorian Gray?, ¿La importancia de llamarse Ernesto?, ¿El príncipe feliz?

Detuvo la dubitativa enumeración de preguntas, la mención de las obras del escritor no calaba en el estado de ánimo de su mujer, ¿seguía amando la literatura? Un miedo atroz se ancló en su pecho.

—¿Te gusta leer?

Ella se giró molesta por el molesto acoso de tantas preguntas.

—¡Qué tonterías dices! Pues claro que me gusta leer. ¿Qué has hecho en esta ocasión?
La mirada penetrante de su esposa le atravesaba los ojos, hasta algún lugar recóndito de su psique, el posó la mirada sobre su frente, le besó en ese lugar y negó con la mano.
—Nada, nada importante. No te preocupes.
—¿Sergey?
—De verás. Si te gusta leer, eres tan guapa como siempre y cocinas tan estupendamente bien, todo sigue bien.

Se acercó a ella y la besó, esta vez en los labios, el acto pareció atemperar la molestia en el rostro de su esposa, quien volvió a centrarse en el guisado de carne donde el agua bullía en el interior de la cacerola, pero Sergey sintió ese cosquilleo anormal que sentía en algunas ocasiones en el estómago.
Si su mujer, una devoradora de libros no conocía a Oscar Wilde... Se dirigió al comedor, a la inmensa biblioteca que por suerte permanecía incólume e inalterable, tal cual la había dejado antes del viaje temporal. En apariencia, los mismo volúmenes, que él había ayudado a su esposa a colocar años atrás, permanecían de igual modo en las blancas estanterías. Se detuvo en el estante marcado con una graciosa letra uve doble y escudriñó la retahíla de apellidos que empezaban por dicho carácter: Wells H.G., Wharton Edith, Wolfe Thomas, y ¿Wilde?, ¿Dónde estaba Oscar Wilde? Ni un solo volumen del autor reposaba en la estantería y recordó que al menos en la librería disponían de dos: El retrato de Dorian Gray y De profundis. De nuevo, el molesto cosquilleo en el estómago intensificó la opresión. Acudió hasta su ordenador, lo encendió y buscó en la Wikipedia de su idioma al autor. Después de introducir Oscar Wilde la búsqueda no le arrojó ningún resultado, acudió a la Wikipedia en inglés, allí si encontró un pequeño artículo, de no más de seis párrafos, que recogía la obra de Wilde, un listado de sus obras y una meritoria novela, avalada por la crítica, El retrato de Dorian Gray, que sin embargo no había perdurado en el tiempo ni en el ánimo lector, una lástima según reflejaba el articulista, pues las obras de Wilde merecían quedar encumbradas por tratarse de un genio denostado por el paso del tiempo.
¿Qué había hecho?
La pregunta vino acompañada de otra nueva punzada en el estómago. Al salvar a Oscar Wilde de su tormento, también le evitó el oprobio, el escándalo, y la posterior cárcel, pero también esos eventos habían formado parte de la creación de su leyenda. Los hombres que tiempo más tarde recuperarían su figura para la defensa de los valores homosexuales ya no conocían de él por sus escándalos sexuales, su condición había quedado soterrada y Wilde había pasado por la historia como un autor decimonónico más, ahí quedaba todo el legado del genio. Sus obras, al no encontrarse respaldadas por la leyenda, al finiquitar el mediatismo que sobre su persona se cebó y, que ahora en su realidad, no existía, la obra de Wilde no la sustentaba el tiempo. No pasó de la categoría de genio a leyenda, solo era un genio, como tantos otros, arrinconado y conocido solo por los ávidos estudiosos de autores importantes, pero no reconocido por el público mayoritario. Wilde era excelente, así lo recogía el articulista de la enciclopedia inglesa, pero no pasaba de eso. Wilde no se había convertido en la leyenda, y su vida, más apacible, más tranquila, con diez notorios libros más, no había despertado el interés de los lectores contemporáneos. El tejido trágico cosido a su figura y el inexistente escándalo no transfiguró su persona, somos quienes somos y las circunstancias que nos rodean, si cambiamos alguno de los parámetros de esa ecuación llamada vida, ¿qué nos queda? ¿Seguimos siendo quienes deberíamos ser?
Sergey recapacitó, salvo a Wilde de sus penurias pero a costa de su leyenda. ¿Merecía eso? Ya no lo sabría, las leyes temporales pactadas con su esposa se lo impedían. Prohibido volver a un mismo lugar e instante. Y aunque no existiera dicha norma, ¿podría volver al pasado y convencerse a él mismo que no hiciera lo que, con tanto convencimiento, había tramado? Maldita máquina del tiempo, murmuró, solo daba problemas.


 Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


2 comentarios:

  1. Aplausos con mayusculas!!!!Magnífico aunque con consecuencias.y bue.....En el próximo viaje nos llevaras?

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