domingo, 16 de junio de 2019

«En la universidad de Tristonia conoceréis lo que es estudiar de verdad»
Ignatius B.P.

Dos semanas atrás habíamos comentado, mi esposa y yo, la posibilidad de pasar unos días en algún lugar recóndito, alejados de la urbe, unas minivacaciones merecidas después de la esclavitud laboral. Busqué por Internet y encontré una masía en los Pirineos catalanes, apunté el teléfono y llamé. Me atendió una mujer mayor, iba un poco atareada y me iba diciendo que sí, como quien dice sí a un tonto, anotó mis datos —o al menos eso me dijo— y colgó. Al escuchar el vacío en la línea telefónica tuve el presentimiento que la mujer al otro lado no se había enterado de nada.
Una semana antes de la fecha prevista, volví a llamar para asegurarme que la reserva estaba correcta, en la nueva llamada me atendió otra mujer y, serenándome —me alteraba mucho la falta de profesionalidad—, di mis datos y le pregunté si la reserva era correcta. La nueva mujer lo confirmó, y añadió: «No sé preocupe», pero ese no-se-preocupe sonaba a la típica frase por la que uno sí tiene que preocuparse.


Llegó el día. Partimos en tren, el viaje de dos horas a través de la campiña catalana, en ruta al norte, con un ajustado enlace temporal de quince minutos para tomar el siguiente tren, dirección Vallfogossa, acortaba el tiempo para imprevistos, un solo retraso y perderíamos el enlace. Por suerte no tuvimos ningún percance y lo agarramos sin problemas. El cielo, aunque encapotado por nubes, permitía el paso de la claridad, la hierba, los árboles, algunas vacas, cabras y otros animales que no supimos identificar pastaban por la linde de las vías. Al llegar a Vallfogossa tomamos un autocar, el vehículo cubriría el último tramo del trayecto hasta la masía. Habían transcurrido 6 horas, 33 minutos y 59 segundos. En definitiva, un palizón. No entiendo porque se asocia el concepto descanso a la palabra vacaciones, las casi siete horas de trayecto no me parecían relajantes, en nada un agradable asueto.
Cuando llegamos descubrimos, para nuestro asombro, que la masía tan idílica, tan perfecta, solitaria y agradable en las fotografías distribuidas en la página web, www.masiesambencant.cat, se ubicaba a pie pista de una montaña nevada, plagada de esquiadores. Mi enfado iba en aumento, por sorpresa, mi mujer no se enfadó ante el hecho, se encontraba alegre, e incluso, su entusiasmo, se me contagió, atemperando mi creciente malhumor.
La masía se encontraba cerrada, pero anexa a ella había un bar, deduje que formaría parte del mismo conjunto, entramos, en el interior la misma postal de fuera, los esquiadores atestaban el lugar —¿Por qué odio a los esquiadores de palos fálicos calzados en sus piernas?— El reloj de pared marcaba las seis de la tarde, nos había llevado casi todo el día llegar hasta el maldito lugar, por suerte mi mujer sonreía, ajena a mis pensamientos. La dejé sentada con un café con leche muy caliente, miraba a través de la ventana y observaba la gigantesca montaña nevada que se extendía delante de nosotros, el valle a lo lejos, la sinuosa carretera, no exenta de peligro con tantas curvas, por las que el autocar nos había transportado hasta allí. Me acerqué a la barra y anuncié, a la mujer que estaba detrás, la reserva a mi nombre para dos. La mujer se llevó las manos a la boca y desapareció en la trastienda, más gente empezó a entrar al bar, con sus esquís, botas, bastones y demás parafernalia esquiadora. El gesto de la mujer me dejó intranquilo, me giré y vi a mi esposa tranquilamente sentada, bebiendo de su taza y mirando absorta a algún punto fijo del valle. La mujer del bar reapareció y, sin reparar en mí, como si el anterior diálogo hubiera sido un sueño, atendió a los esquiadores. En ese momento empezó a hervirme algo más que la sangre, una mala ostia creciente me bullía desde las entrañas hasta las mejillas, alcé la mano y le llamé la atención. Cuando se plantó de nuevo ante mí, le insistí que tenía una reserva para dos: "¿Qué reserva?", respondió. El pulso se me aceleró, le expliqué las llamadas, le enseñe el número de reserva y reexpliqué, ya enfadado, mi conversación telefónica con las dos mujeres. Me miró con ojos acuosos, el rostro mezclaba temblor y miedo, aunque no parecía asustada.

—La paranoia del sueño—


Seguía de pie, en la barra, y mi esposa, sentada en la mesa, apuraba los últimos sorbos del café. Sin aviso previo la barra del bar se partió en dos, una parte del habitáculo se transformó en un autocar donde algunos de los esquiadores, sentados en los taburetes de pie, y yo, nos encontramos en el interior de un autocar salido de la nada, la extraña transmutación de parte del bar en autocar no parecía sorprender a nadie más que a mí mismo. El resto de la clientela amparada al otro lado, mi mujer incluida entre ellos, continuaban ajenos al extraño desdoblamiento, bebían sus cafés ajenos al prodigio ocurrido. Aunque sorprendido, mi primera acción fue levantarme de la butaca del autocar donde me encontraba sentado y me dirigí hacia el conductor, un hombre envejecido, surcos muy pronunciados y arrugas más viejas que la propia montaña le recorrían el rostro, la barba blanquigrisienta le pendía un palmo desde la barbilla, la mirada huraña no dejaba de mirar al frente, sus manos agarradas al volante lo movían como el timón de un barco, suave y con precisión. Su voz tosca anunció la siguiente parada: Vallfogossa. El autocar serpenteaba por la curvilínea carretera situada entre escila y caribdis, abismo a un lado, rocas esquistosas al otro. La masía se alejaba de mi visión y mi mujer con ella. Entré en cólera, la indignación sobrepasó la sorpresa inicial, me posé al lado del viejo conductor y, con apremiante brusquedad, me dirigí a él: «Caballero, tenía una reserva», y me respondió, «No lo creo», su tono de duda, entre la burla y la incredulidad, me inflamó. Ni siquiera se había tomado la molestia de mirarme, aunque con la peligrosidad de la carretera no sé si hubiera sido buena idea. Aspiré con sonoridad y le resumí, de muy malas formas, mis dos llamadas, la reserva, el registro efectuado en la página web y, añadí, que si no nos aceptaban pensaba ponerles a parir con todo lujo de detalles, a ellos y a su masía de mierda. El hombre giró el rostro para mirarme, su expresión tosca no marchaba, pero las palabras, más suaves, aludieron a una muerte, la madre de su esposa había fallecido días atrás, no deberían trabajar en aquellas circunstancias, pero la temporada alta les obligaba a ello. Su repentina calma me contagió, la funesta situación me convirtió en el espejo del otro, visualicé a la mujer de la barra, perdida en su perdida y entonces evoqué a mi mujer, sola, no encontrando un lugar para dormir. Le expliqué mi situación, le dije que no me importaba dormir donde fuera, llevaba saco de dormir, cualquier esquina me iría bien, pero que al menos dieran cobijo a mi mujer en algún lugar de la casa, «Se me parte el alma solo imaginar que ella duerme con frío», el hombre continuaba con la vista clavada en mí, sosteniéndola contra nuestra propia seguridad en demasía. El morro del autocar chocó contra el guardarraíl, el parachoques voló partido en cientos de pedazos, el alargado vehículo invadió el abismo, por un momento flotó como un leviatán sobre el cielo con el inmenso valle al fondo, la masía detrás muy alejada y, pronto, la maldita gravedad surgió efecto y nos obligó a tomar la vía de la mezquina verticalidad, en la caída libre la roca esquistosa, puro cuarzo, granito, sedimentos y arcilla, nos guiaba funesta con destellos dorados, precipitándonos al vacío, y, en ese punto indefinido, acababa algo más que las vacaciones.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


1 comentario:

  1. Bravo, UTLA!!! Me ha entusiasmado ese relato. El bar convertido en autocar, la hotelera incompetente (¡Los protagonistas habían muerto y no lo sabían? a veces uno se siente así. Y el inquietante conductor. Me recuerda el que llevaba el autobús Barcelona-L´Escala, tres horas mirando su cogote surcado de arrugas...
    Saludos!
    Borgo.

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