domingo, 15 de noviembre de 2015


«Estimados, 

Mientras leéis este relato, os aconsejaría escuchar esta canción: “Green slaves”. Es posible que la unión de lectura y música os transporten al Continüüüm, ese lugar de paso que visito con frecuencia. 

Mi más sincero agradecimiento a BlankEye por esta ilustración realizada de manera desinteresada.

Gracias».


Aquel olor a madera vieja me recordó las clases de piano. Escala de Do, Escala de Re, Escala de La, y vuelta a comenzar.

El metrónomo ondulaba constante encima del antiguo instrumento musical. Su tic-tac en un tono bajo ayudaba a seguir el compás; y la música, esa clase de regalo de los dioses, se colaba lentamente por las ventanas, los balcones, y las aberturas de puertas y resquicios.

No es muy agradable escuchar escalas, no existe tonadilla, son una simple repetición de notas siguiendo un orden limitado muy establecido. Pero los amables vecinos esperaban pacientes el turno de alguna canción conocida. Debo reconocer que las escalas tampoco me entusiasmaban, pero sin ellas, no se aprobaba. Y queriendo ver el lado positivo, su monótona repetición me otorgaba un mejor manejo en los dedos, más rapidez en la ejecución, aunque esos fríos términos descontextualizados de la música únicamente fueran por si solos patrones de aprendizaje, ajenos a la vida detrás del sonido, únicamente conceptos, como si con el sólo dominio de ellos la ejecución de una pieza pudiera ser dotada de alma.

El arqueamiento en los dedos de un pianista es básico, algo fundamental, una vez leí un libro acerca de un gran cazatalentos del siglo XIX, el cual podía discernir el talento de un futuro pianista mirándole sólo las falanges. Yo no creo en estas filosofías, hijas propias de la eugenesia, el potencial de cada ser humano está muy escondido en su interior, la fuerte convicción personal supera las limitaciones físicas.

Mis vecinos, mientras tanto, ajenos a tanto debate moralista, esperaban con ansia alguna canción más célebre, esa clase de tonadilla pegadiza y mundialmente reconocida.

Y entonces detenía la aburrida repetición y el tiempo de las escalas pasaba. Siempre diez minutos de práctica al día. Después continuaba con alguna canción del centenar de piezas aburridas del examen, una lista inacabable. Comenzaba con piezas en clave de Do, las más complejas, rebajaba el ritmo con las de Fa y finalizaba ya cansado con las agradables piezas en clave de Sol. Los vecinos al llegar a este momento bufaban impacientes, aburridos ante mis martilleos sonoros más propios de una fundición que de un músico. Pero esas eran prácticas útiles, aunque yo no supiera apreciar las pequeñas enseñanzas en ellas, pues yo, al igual que mis vecinos, solo veíamos un largo muestrario de canciones para aprobar un examen.

Los vecinos continuaban rechinando en secreto sus dientes; aunque alguno de ellos reconoció, años más tarde, haberse enamorado de alguna de aquellas canciones preparadas para examen, se le quedó grabada a fuego en su memoria. Quizás fuera más por la insistencia y la repetición que no por la calidad. ¿Pero quién de nosotros puede saber que efecto consigue una u otra canción en nuestro estado de ánimo?

Y al fin, después de media hora de canciones insustanciales, sin apenas alma, ejecutadas sólo por la obligatoriedad de practicar distintas escalas en distintos ritmos, entonces llegaba lo que a mí, y al resto de vecinos, nos gustaba.

La música...

Algún día comenzaba con «Para Elisa» de Beethoven, cuanto amor destilaba el maestro para su amada. Esa pieza enternecía al mudo público, a esos vecinos, ahora envejecidos por los años, que escuchaban al hijo de la portera interpretar esas bellas piezas. Podía continuar con un pequeño vals, o alguna pieza más atrevida de Elvis, el Rey, martilleando sonoramente el teclado, o a ritmo de esclavo negro la inmortal «Kumbaya my lord», mi estado de ánimo me guiaba según el día; la melancólica «Green slaves», o esa marcha norteamericana denominada «Dixie» del bando unionista o del confederado, nunca me informe, o el sublime "Himno a la alegría", amor puro destilaba esta simple pieza.

Y cuantas otras tocaba.

Y en la música, como en la vida, hay cambios.

Y entonces, tocó pasar página.


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

3 comentarios:

  1. Querido amigo UTLA,
    Tengo que decir que de recién levantada, encontrarme con este bonito texto mientras, escuchando esa preciosa pieza musical, me ha hecho emocionarme. Me ha recordado a cuando mi abuela que tocaba el piano de maravilla, me sentaba a su lado para enseñarme las notas y conseguí llegar a tocar con el tiempo, "Imagine" de Johon Lennon.

    Lo de pasar página lo hemos hecho todos en algún momento de nuesta vida. Te mando un gran abrazo.

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  2. Muy buena historia. Yo también tuve un vecino pianista y se quejaban por su "aporrear" del piano que consistía en ensayos y arpegios, era simple ejercicio. Ahora no tenemos pianista y sí una vecina que nos ameniza con el sonido de sus tacones. El pianista de tu relato es como una Sherezade musical.
    "Dixie" es un himno confederado. Los yankis del norte llaman "dixies" a los sureños.
    Saludos!
    Borgo.

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  3. Tenés el talento de poder unir letra y música en un texto que no es una canción, y eso se convierte en poesía pura. Muy bueno, UTLA.
    Saludos.

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