domingo, 19 de noviembre de 2017

«El arte es seducción,
no rapto»






Comienza mi sueño en una localidad recurrente, París:

Estoy en la ciudad de la luz, estoy planeando secuestrarte, desconozco el motivo. Me encuentro en una vieja buhardilla que posee una vieja mesa roída por la carcoma, encima de ella el mapa de una casa con una dirección. Creo que es el lugar donde te alojas, pero tampoco estoy seguro de ello.
«¿Por qué en los sueños todo tiene que ser tan difuso?».
Me propongo dirigirme hacia allí y aparezco de repente. Si la difusión es el hándicap en el mundo onírico, la inmediatez es la gran ventaja. Es una casa grande, de varias plantas; observo a través de las ventanas y múltiples siluetas se deslizan por detrás. Más captores, me asalta esa idea en el sueño, y no sé el porqué deduzco que son unos peligrosos mexicanos mezclados con un par de árabes, estos últimos ataviados con kalashnikov.
Al principio me asusto y pienso que no te raptaré. Después me arrepiento y otra idea revuela por mi difusa cabeza: no debo raptarte, debo rescatarte. Entonces me introduzco por las alcantarillas, no recuerdo bien como consigo, a través de la intrincada red de túneles, dar con la entrada subterránea a tu vivienda. El caso es que lo consigo, me deslizo con sigilo y comienzo a buscarte por las habitaciones.
En una habitación estás tú. No estás asustada, como esperaba encontrarte, pero tampoco sonríes. No sé si sufres o lo estás pasando en grande. Te miro al rostro -que no me devuelve la mirada pero sonríe- y te agarro de la mano. Al principio pienso que leerás mi mente, que sabrás que inicialmente quería raptarte, y no querrás venir conmigo. Aunque aceptas mi mano de buen grado, sigues sin mostrar ninguna clase de sentimiento.
Nos conduzco escaleras abajo, la casa tiene varias plantas, paso asustado por todas ellas; observando de soslayo cada esquina, bajamos con lentitud las escaleras, tú al lado de mí, sin decir nada, avanzas impertérrita por los escalones.
Alcanzamos la planta baja, a través de las ventanas puedo ver la calle, suspiro aliviado; sin embargo, sin aviso, aparecen los hombres mexicanos. Tú les sonríes. Me quedo sorprendido. Entonces me doy cuenta que son amigos tuyos.
La puerta de la salida está repleta de luz, los árboles al otro lado brillan con la luz de la mañana...
«¡El tiempo! Un efecto de asincronía persistente en los sueños, que nos permite pasar de la noche, al día o a la tarde en cuestión de un fugaz pensamiento».
Quiero avanzar contigo agarrada de la mano y traspasar el umbral de la puerta. Ya casi estamos, los mexicanos no oponen ninguna clase de traba, pero entonces aparecen los árabes con sus khalasnikov. Los semblantes, serios, no anuncian una cálida bienvenida. Estoy realmente asustado, los mexicanos no intervienen, ni para socorrernos ni para ayudar a los recién malvenidos. La habitación me recuerda a una vieja escena de los hermanos Marx. Nadie dice nada.
Tú, con la sonrisa sempiterna de tu rostro, les sonríes a los árabes. Estos se quedan de pie, de espaldas a la pared y continúan sin decir ni hacer nada. Solo sostienen, como soldados de plomo, sus armas de pie en un rictus completamente marcial.
Y mi hermano aparece, está ahí, dentro de mi sueño.
«¡No sé qué narices hace mi hermano dentro del sueño!».
Aprovecho el momento de confusión difusa y pronunció en voz alta, aunque sin gritar, una cuestión para mi hermano: «¿Cómo podemos salir de esta casa?».
Entonces, en medio del comedor hay un escritorio -resalto este hecho, porque hace un momento ni siquiera había reparado en él-, pero sé, por esa clase de atemporalidad propia del ensueño que ha estado ahí desde el mismo momento en que bajamos; me fijo en el mueble, una antigua mesa de época, la clásica mesa victoriana con ribetes cincelados en la madera. Encima de ella, una caja registradora y, detrás de la mesa, una farmacéutica que sonríe.
—Salir cuesta quince euros sin receta. Orden del doctor Misi.
Parece ser la única personaje que posee voz. Introduzco, sin soltarle la mano a mi raptada-salvada, mi otra mano en el bolsillo. No tengo dinero. Recuerdo que soy pobre. Miro asustado en derredor. No podremos salir. Mi hermano acude a mi lado, me extiende la cantidad encima de la palma de la mano. La farmacéutica sonríe, mi hermano empieza a sonreír, los árabes empiezan a sonreír y los mexicanos los emulan en otro tanto. Los únicos que no lo hacemos somos tú y yo.
Miro la puerta, la luz, los árboles, la libertad nos espera al otro lado una vez superado el umbral, pero algo me impide avanzar. Me giro, observo tu rostro, por primera vez en el sueño me sonríes. Me estás mirando con intensidad a los ojos. Tu sonrisa se ve radiante, y yo me pregunto si quiero salir de la casa y...

Se acaba el sueño.



Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


2 comentarios:

  1. Mierda, raro de verdad. Todo es tan onírico que marea...
    Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Los sueños son reales, la marea de lo onírico surge al contrastarlos con la realidad, que es tan "cálmica". ;->
      Abrazos administrador bruto.

      Eliminar

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