miércoles, 19 de agosto de 2020



«Los hombres de este siglo XXIX viven en medio de una comedia de magia continua, sin que parezcan darse cuenta de ello».

Esta crónica de Julio Verne es un relato corto, ficcional y predictivo de cómo sería el futuro, aunque el texto bien podría encasillarse dentro del género de ciencia ficción, deberé hacer hincapié en lo que muchos Vernistas aseveran ante la obra del más fecundo escritor, que Verne no escribía ciencia ficción, sino ficción científica; y aun así se erraría el tiro en este caso, pues el texto orbita sobre un humorismo cruel por el futuro regado con mucha sátira.

«[...] Cuánto más admirables les parecerían las modernas ciudades con calles de cien metros de ancho, con casas de trescientos metros de altura, a una temperatura siempre igual, con el cielo surcado por miles de aerocoches y aeroómnibus».

Sin entrar más en los linderos de estos detalles literotécnicos, solo decir que la historia escrita en tono de sátira es en todo momento una burla hacia el futuro que no intenta disimular su autor para nada. Un relato extraño en los recovecos de la forma, pues o bien se burla de los adelantos tecnológicos (la tecnología propia del futuro es entendible como un fin y no como un medio, empobreciendo la moral y la intelectualidad de los hombres futuros), o bien se puede entender como una burla al prototipo del burgués norteamericano (¿no era Verne francés y ante ese pique, inconsciente o no de nacionalidades, imperara la burla ante los logros de Estados Unidos?) o bien una mezcla de ambos conceptos (en lo que sinceramente tanto monta como monta tanto).

«[...] Dos minutos después, sin que hubiese recurrido a la ayuda de ningún sirviente, la máquina lo depositaba, lavado, peinado, calzado, vestido y abotonado de arriba abajo, en el umbral de sus oficinas. La ronda cotidiana iba a comenzar».

Verne refleja la frivolidad de la sociedad norteamericana ante sus propios avances, meros utensilios de su propio ego que, poco o nada, sirven para la mejora de la sabiduría humana (tanto adelanto para hacer churros, como decía la canción); Verne, a través de su personaje principal, Francis Benett, director de un periódico, engrandece el estúpido consumo, la ligereza y el desenfreno de esa sociedad imaginada a la que él predice —entre líneas— males mayores.

«—Hay siempre un baño preparado en la mansión y ni siquiera tengo que molestarme en ir a tomarlo fuera de mi habitación. Mire, con sólo tocar este botón, la bañera va a ponerse en movimiento y la verá presentarse ella sola con el agua a la temperatura de treinta y siete grados».

Es por supuesto un relato gracioso, cómico y consigue con creces la ansiada burla en los puntos que desea ensalzar el autor: el simple utilitarismo de los bienes futuros sin apego de una sustancial moralidad al servicio de la humanidad; el servilismo del hombre hacia la tecnología, sí, es recurrente en los relatos distópicos de hace un siglo ese miedo a la máquina, y el desarraigo de la humanidad de los valores naturalistas.

«Gracias a un ingenioso sistema, una parte de esta publicidad se difunde en una forma absolutamente novedosa, debida a una patente comprada al precio de tres dólares a un pobre diablo que acabó muerto de hambre».

Sin embargo, a pesar de estos logros, el autor también cae presa de su propia burla, pues si hay un género que envejece peor que el resto de géneros es, sin lugar a duda, la ciencia ficción. Algunas burlas de Verne, muy acertadas en lo espiritual sobre el futuro, caen en lo ridículo al expresar detalles sobre móviles, medios de comunicación y transportes. Queda la burla un tanto atrofiada en la forma por esa imposible visión que se puede tener desde el pasado hacia la evolución tecnológica (solo risible en la forma).

«[...]
—Perfecto. ¿Y este asunto del asesino Chapmann? ¿Ha entrevistado a los jurados que deben presidir la audiencia?
—Sí, y están todos de acuerdo en la culpabilidad, de modo que el caso ni siquiera será expuesto ante ellos. El acusado será ejecutado antes de haber sido condenado… —¿Ejecutado… eléctricamente?
—Eléctricamente, señor Benett, y sin dolor… se supone, pues aún no se ha dilucidado este detalle [...]».

Esa mirada antigua del futuro venidero se convierte en un anacronismo en el mismo momento de su alumbramiento: no habrá coches ni trenes ni autobuses voladores, los receptores de comunicación móvil no serán tan grandes como una palangana, ni usaremos nombres risorios como el fonotélefoto para nombrar al móvil/celular/teléfono (¿por qué inventar palabras cuando ya se tienen las necesarias?), pero es que la miniaturización no era cognoscible ni remotamente en el siglo de Verne, y así con un montón de objetos y conceptos más, etc.

«A fines del siglo XIX, ¿no afirmaban ya los científicos que la única diferencia entre las fuerzas físicas y químicas reside en un modo de vibración, propio de cada una de ellas, de las partículas etéricas?».

En resumen, un gran relato, una burla estupenda, mal envejecida en el aspecto técnico, pero de gran risa y estupor en la cuestión crítica que quería ensalzar Verne: la estupidez humana, vehículo que —con toda seguridad— será el único elemento insuperable por la humanidad… quién sabe.




Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

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