«No debes perder fe en la humanidad. La humanidad es un océano; si algunas gotas son sucias, el océano no se vuelve
sucio»
Los últimos rayos de sol crean sombras
extrañas en el suelo. Alargadas el doble de su perímetro por el ángulo mortecino
en la luz. Es el anticipo de la negrura que comenzará a absorber las calles en
breve.
Camino por una calle empedrada, creo
que es de mi Roma natal, pero no estoy seguro. Un tipo, dentro de un Fiat
Panda, grita en árabe a un móvil que sostiene en su mano izquierda. Me fijo en
su rostro moreno, de mandíbula prominente, y en sus ojos inquietos que miran a
todas partes. Recuerdo los recientes atentados en Manchester, también el más
reciente en Londres, y de repente me entra pánico. Me crea ansiedad observar a
un árabe en un coche chillando. El tipo se gira y observa en dirección a los
asientos traseros de su vehículo. Balancea el cuerpo y busca algo con su mano libre,
mientras no para de gesticular. En ese momento nuestros ojos se encuentran y la mirada rodeada de ojeras oscuras me observa con fijeza. Me pongo a correr.
De tan asustado ni siquiera sé el porqué me lanzo a esta carrera estúpida. Voy
en dirección a mi vehículo. No pienso con claridad, solo quiero meterme dentro
de mi coche, arrancar y marcharme lo más lejos posible. Giro la esquina, y lo
diviso aparcado en el mismo lugar que lo dejé. Inserto mi mano en el bolsillo interior
de mi chaqueta y agarro con fuerza la llave, pero algo topa con ella y me
impide extraerla. ¡Maldita sea! ¡Sal! ¡Sal! Forcejeo con fiereza, alargando en espasmódicos
movimientos la lucha, pero la llave se encuentra obstruida con algún elemento
que no distingo. Escucho un ¡pop¡ y la resistencia finaliza. Por fin extraigo
la llave, que casi vuela por los aires debido a la brusquedad de mi fuerza. La introduzco
en la cerradura y la giro en su interior. Abro mi auto.
Arranco el motor, el cuál suena dócil
en contraste con mi corazón que late desesperado. Seguido presiono el
acelerador, pero la mala suerte quiere que el semáforo en rojo me detenga.
Oigo un repiqueteo en la ventanilla
del copiloto. El tipo, el árabe, sostiene una cartera en su mano, sonríe amigable
y vuelve a picar con la yema de los dedos en la ventanilla. Lo observo con
total pavor, pero en ese momento reconozco la cartera que sostiene en la mano.
Es la mía. ¿Cómo...? El interior del bolsillo. La cartera estaba ahí. El ¡pop! Cayó.
Abro la ventana del lado del copiloto un palmo. Continúo con una mirada de loco asustado.
—Amigo, se le cayó cartera.
Apenas parpadeo. No recuerdo si consigo
gesticular un gracias. Me fijo en mil
detalles, en la piel morena, en la mandíbula prominente, en la oscuridad
circundante alrededor de los ojos, el rostro surcado por muchas arrugas. Acerco
mi mano y le agarro la cartera con lentitud. La mirada que me devuelve es de
tristeza.
—Amigo. Nosotros también asustados.
El tipo se gira con parsimonia,
cabizbajo, y vuelve calle abajo. Un coche detrás de mí presiona el claxon. El semáforo
se ha puesto verde. Me pongo a llorar.
Despierto. Hay lágrimas
en mis ojos. Son reales, no las he soñado. En ese momento, mientras continúo
llorando descubro que soy Xenófobo, y no lo sabía.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
hola! un placer leer y compartir tu relato magnifico! vas al muro de la morada, saludosbuhos.
ResponderEliminarEstimados Buhos Evanescentes,
EliminarPerdonad mi torpeza, estimados Buhos amigos, no os seguía en Facebook. ^^ Ya he puesto solución.
A partir de ahora, también nos leemos, en esa red social.
¡Gracias por compartir!
Una ululante despedida.