«Si todos fuéramos uno, y uno fuéramos todos, ¿dónde quedaría el nihilismo? En el medio, le contestó al Rey. Y acto seguido, el verdugo, le cortó el cuello»
El mágico mercado de
libros. Callejuelas empedradas con tenderetes de plástico y madera. Las mesas,
que sostienen montañas de tinta, tiemblan con precario equilibrio. En ellas se
alzan columnas de libros viejos, de carcomidas portadas por el sol, el aire, la
lluvia y el manoseo rutinario de tantas personas.
Mi mano derecha escarba entretenida. La izquierda sostiene la pila de al
lado para que no vuelque. Un empujón por la espalda. Mi mano pierde agarre y la
columna cae con estrépito sobre la mesa. Siento, en ese golpe en la espalda, la
contundencia de un pecho femenino.
—¡Ay! Perdona.
Es voz de mujer. Me giro. La brusca empujadora, melena con trencita nórdica
alrededor de la sien, me mira preocupada.
—Ya te ayudo —recalca mientras une las manos en señal de perdón. Sonrío.
La encargada del puesto, sentada con tranquilidad en su taburete, nos
observa indiferente. Debe ocurrir varias veces al día una avalancha de libros
en su puesto. Unimos las cuatro manos. Se producen fortuitos roces de dedos.
Posee la piel suave y cálida. Reconstruimos la columna y distribuimos los
libros a lo largo de la mesa, de manera, que sea más complicado para los
siguientes escarbadores desmoronarlos.
—Perdón por el empujón —insiste.
—¿Buscas algo en particular o solo ojeas?
El rostro se le estremece en un extraño rictus. Me dice que solo ojea, o
que quizá, sí busca algo en concreto, pero que ni ella misma lo sabe. Sonríe.
Viste como una nórdica, y la trencita alrededor de la cabeza ayuda a realzar
esa visión vikinga. Le comento de ir a tomar un café. De nuevo, con sorpresa,
se le forma ese rictus tan gracioso, a camino entre un sí y un ¿qué me dices?
Acepta con una sonrisa, pero con la firme promesa que será ella quien invite al
café.
En la cafetería ella se pide un té verde y yo un refresco de cola. El eufemismo
del café da paso a una pequeña tertulia sobre libros y autores.
—¿Te gusta
Murakami?
¡Ufff! Esta mujer me da que pensar. Le contesto que no. Qué no me gustan
los escritores japoneses, que solo leo literatura hispánica. Su rictus sufre un
atolondramiento, presa del disgusto de una noticia desagradable. «Delibes», le
suelto, ese si escribe bien. Pero contraataca con un clásico: Shakespeare.
Claro, por mucha filología hispánica no puedo criticarle a William. Esta mujer
es inteligente. Guapa. Y descubro, para mi alegre sorpresa, con iniciativa. Me
solicita el número de teléfono, se lo doy, y acto seguido me envía un mensaje.
Se ríe con mi pronta contestación. Ambos guardamos los móviles. Cada vez me
gusta más esta mujer, y no solo por su belleza, sino por la elegancia en su
conversación. Escoge con detenimiento las palabras. También a los autores y
libros que nombra con cariño, qué a pesar de no ser de mi agrado, tolero y
respeto. Sí, me considero un extraño espécimen sapiosexual.
Tardé años en descubrirlo, pero llegué a esa conclusión cuando me enamoré a
los treinta y dos años de la bibliotecaria de mi barrio. Solo dijo una frase
«Es tan corto el amor y es tan largo el olvido», y me quedé pensando en ella
durante mucho tiempo. Después de seis meses mi pensamiento se marchitó. Tenía
marido.
Regreso al presente, en este intermedio sensorial, la observo.
—¿Cuántos años tienes? —La pregunta me sonroja. Me aturde. No es la clase
de pregunta que alguien debería preguntar en un primer no-café.
—Cuarenta. —Me envalentono—. ¿Y tú?
—Veintiocho.
Ahora debo ser yo el que posee un extraño rostro. ¿Doce años de diferencia?
Calculé que poseía treinta y seis, treinta y dos con suerte. Un estúpido «Ah»
surge de mi boca. Continuamos hablando de libros, de autores, pero no dejo de
pensar en la astronómica diferencia del número doce. ¡Qué mala suerte! ¿Qué va
diciendo? Me he perdido en la conversación. Debo prestar atención. Ah, sí, está
hablando de Stephen King. Uf, menos mal.
Pasamos una hora hablando. El tiempo pasa rápido cuando encuentras a
alguien que quiere perderlo contigo, pero se hace tarde. Me invita al refresco,
como prometió. Salimos de la cafetería. Me dirijo a despedirme. Extiendo la
mano. Otra vez, de nuevo, ese rictus. No me da la mano.
—Y, ¿ya está? —Su rostro muestra enfado. En esta ocasión el rictus no se le
elimina.
—¿Qué?
—¿No me dices de quedar otro día?
—Soy... —Estúpido sapiosexual con prejuicios— viejo para ti.
La deformidad en su rostro aumenta. La melena se le sacude en un gesto
brusco.
—No eres mayor. Tú eres tonto. —Y se marcha calle abajo.
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Freyja (última vez visto ayer a las 13:40)
Viejo. ¡Me debes un café! 20:05
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...
En medio de los puntos suspensivos se puede leer una historia de amor. Cada
lector, con su especial afinación lectora, lo interprete como plazca.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
Ja, ja, viejo sí, boludo no. La mina quiere y él le va a caer duro.
ResponderEliminarMuy bueno.
Saludos.
Estimado Raúl,
EliminarHay personas que no aprenden, y hombres que menos. ^^
ja,ja,ja saludo enorme Raúl.
Un abrazo bruto escritor.