«Si extraña fue la creación
de este atípico diario de viaje, de manera aún más extraordinaria y grata, encontré
a una maravillosa compañera que me acompañaría en estas aventuras. Las palabras "Necroresueñas" y "Esquelarios" son creadas por Montse González de Diego, la palabra "Esquecrólogo" es una palaquiéntada de mi cuño».
Esquecrólogo
Parte I
Parte I
Día: 24 de julio de
2019
Origen: Hogar
Destino: Barcelona. Cementerio
de Montjuic.
Locomoción: Peugeot 206
(+18 años)
El protagonismo inicial
se centró en mi viejo compañero de aventuras, mi fiel y estropeado Peugeot 206,
un automóvil que a partir de ahora (A.K.A) nombraré con el nombre clave de Peu.
Mi leal coche, después de dieciocho años de servicio, tres reparaciones y dos talleres,
tenía problemas de motor y los distintos mecánicos seguían sin encontrar el problema
de calentamiento. Lo más curioso es que Peu pasaba ufano las risorias pruebas de
ITV, a pesar de su evidente malfuncionamiento. Lo encendía, me subía a él, y pasada
una hora de conducción, la aguja de la temperatura se elevaba en progresión constante
hasta rozar el último peldaño blanco antes de la zona roja de calentamiento y,
entonces, superada la zona roja, tocaba parar.
En previsión de evitar
calentarlo en exceso pararíamos cada 50 minutos. La primera parada la efectuamos
en el pueblo del Ordal, al que tardamos en llegar unos 45 minutos desde casa. La
aguja de Peu se aventuraba tras la última línea blanca y se acercaba peligrosa al
límite rojizo, pero justo apareció la ansiada señal del Ordal, pueblecito al que
mi brillante Montse lo apodó como «El Gordal». El sobrenombre tan gracioso, de
cuño y timbre Montsístico, no era para menos, en el bar-cafetería Casablanca del
pueblo solicité un bocadillo pa de pagès, tamaño XL, equivalente a un palmo
de mi mano extendida al completo, untado con tomate y aceite, y, por supuesto, sabroso
queso manchego acompañado de un café con hielo; mi queridísima Montse se pidió su
eterno café con leche muy caliente (a pesar de ser Julio) y un cruasán que, al no
disponer el bar de tal gustoso bocado, cambió por un par de pastas rellenas de cabello
de ángel, de suerte que no le arrancaron un par de pelillos a ella para elaborar
tan rico plato.
Llevaba impreso el mapa
del cementerio. La noche anterior lo descargué en PDF y por la mañana acudimos,
antes de partir, a la copistería Infotécnica. Imprimimos dos copias y marchamos
del pueblo.
Me ilusionaba
fotografiar las preciosas tumbas del cementerio, pero una mayor y genuina alegría
crecía en mí gracias a encontrar una pareja afín en este particular gusto mío, una
mujer inteligente, audaz y bellísima, con la que compartiría nuestra filia particular.
La noche anterior habíamos seleccionado una lista con las personalidades enterradas
en Montjuic, pero ¿cuál sería la ruta óptima para recorrer el camposanto? Extendí
el mapa en la mesa del Casablanca y, al mismo tiempo, se me ocurrió, sería una elegante
manera de esperar a que se enfriara el motor de Peu. Esa nueva acción se introdujo
de repente en el improvisado plan. Montse no preguntó, supuse que achacaría la espera
extra a Peu, aunque, la verdad, yo tenía ganas de localizar las tumbas sobre el
papel. Después de dibujar muchos círculos en el mapa, pagamos la cuenta y de nuevo,
dentro de la sauna llamada Peu, partimos camino del cementerio (el aire
acondicionado no funcionaba, ni funcionaría ya jamás). Mi acción más repetitiva
se convirtió en un ritual de conducción durante la jornada, observar con fijeza
la aguja de la temperatura. El palitroque de plástico transparente estaba quieto
en el ecuador del medidor, la espera había surgido su efecto, eso daba algo de tranquilidad.
Llegamos a la desquiciante
población de Vallirana, obligada parada por sus múltiples semáforos, último obstáculo
antes de coger la ronda litoral en dirección a la montaña de Montjuic. Dice la
leyenda, que a la entrada de este pueblo existe un túnel que se remonta hasta tiempos
de los romanos, aunque algunas personas argumentan que no es tan antiguo, que
el ministerio de Fomento lo empezó en 2004, pese a sus razonamientos yo creo
que fueron los romanos. El inacabado enlace pretendía desviar el tráfico del carreterum
romanum nacional 340 sin pasar por el pueblo, con lo que el trasiego de
vehículos, ganado y humanos, ganaría en fluidez de una manera pasmosa. Ello
evitaría muchas molestias a los vecinos Valliranenses y a los conductores de carros
en el carreterum romanum nacional 340, puesto que ni unos ni otros
tendrían que soportarse más. Los inacabables atascos desaparecerían con la
congestión y ruidos asociados; vamos, un constipado circulatorio de orden
vehicular, lástima que Fomento no se decidiera a finiquitarlo con un frenadol,
¿pero no había dicho que eran los romanos los culpables? Sí, eso es. Maldigo a
los romanos por su falta de previsión: «algún día las obras del maldito túnel acabarán
y Vallirana se convertirá en una agradable elección y no en una indeseable obligación.
Aunque quizá para ese entonces ya no tenga a Peu».
Pasada la localidad tomamos
el desvío de la ronda litoral, el puerto de mercancías de Barcelona, con sus enormes grúas y contenedores de metal, apareció a la derecha pasada una ligera subida de
la asfaltada autopista. La majestuosa montaña de Montjuic se alzaba a nuestra izquierda,
entre muros, cruces y una arboleda de cipreses y pinos colocados en líneas regulares.
El puerto al pie de la necrópolis. Amantes separados por la malvada ronda de circunvalación
de varios carriles.
A pesar de encontrarse
en una montaña y cerca del mar, desde el exterior el cementerio de Montjuic se
me antoja un lugar antiestético, como si la muerte no representara por si sola
un concepto de fealdad superior. En cambio, el interior se adhiere a otra corriente,
con sus majestuosas esculturas, las callejas con nombre y las tumbas bellamente
esculpidas. Ante esa representación imaginaria mis dudas estéticas se
disiparon, aunque mantenía alguna otra duda en mis chácharas mentales.
El mar, La Muerte, el cementerio,
La Muerte, no entiendo porque desde niño asocio al mar con la parca, hace millones
de años los primeros microorganismos salieron de ese caldo marítimo y, tras
ellos, nosotros. Debería ser lo contrario lo que me inspirara tamaña inmensidad
de agua, pero no, le atribuyo el concepto contrario a la vida y, por el contrario,
observo más vida en mis queridas necrópolis.
La aguja de
temperatura subía y bajaba, escuchaba el ruido del ventilador poniéndose en
marcha, actuando contra el calor maquinal que no cesaba en su empeño de
calentarnos el viaje, la aguja se tambaleaba indecisa sobre si acercarse al
infierno rojo o retroceder a la seguridad blanca; la oscilación nos daba un
tiempo precioso para recorrer los últimos metros antes de adentrarnos en
nuestra meta.
Desvíe a Peu a la derecha,
bajamos una pendiente, giramos en una rotonda y traspasamos un túnel que atravesaba
por debajo la ronda litoral. El parking del cementerio repleto de coches nos obligó
a tomar un desvío y nos dirigimos a una calle que conocía desde pequeño. La yaya
Esperanza Correas, mi abuela paterna, reposa en una tumba de Montjuic. La voz de
Montse retumbó alegre en el interior de nuestro vehículo: «Ya estamos aquí».
Sí, ya estamos aquí, guapísima,
y sonreí con dulzura.
Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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