«El lugar lógico para encontrar una voz de otros tiempos es un cementerio de otros tiempos»
PARTE II
Día: 24 de julio de 2019
Origen: Barcelona. Cementerio de Montjuic.
Destino: Tumba Lluïsa Denís y Santiago Rusiñol
Locomoción: Humana
Escribir una biografía sobre todos y cada uno de los muertos sobrellevaría más trabajo y tiempo del que me he autoimpuesto para estas necroresueñas y esquelarios. Aun así, creo haberme extendido bastante en mis investigaciones sobre los fallecidos.
Al bajar del coche vi un detalle desagradable que oculté a Montse: un preservativo usado tirado en el suelo. Aplaudo la magistral invención anticonceptiva, lo que no aplaudo es el incivismo y la asquerosidad de algunos conciudadanos de dejar sus fluidos por cualquier lado. Al verlo en el suelo, a las puertas de entrada, me asqueó aquel pedazo de caucho. Ella iba encantada observando las verjas de entrada, los cipreses, las tumbas y no se fijó, como hice yo, en el suelo. Al principio no tenía ni ganas de mencionar ese detalle aquí, pero se produjo tal asociación de ideas en mi mente que no he podido dejar de transcribirlas. El preservativo era un nonato que se había quedado a las puertas del cementerio, quizá esos espermatozoides no merecieran morar en el camposanto de los sí nacidos y después fallecidos. El entorno decrépito y decadente que rodeaba al cementerio sería su descanso hasta que las aguas o los servicios de limpieza lo enviaran a algún otro lugar. El cementerio solo es para los que han vivido.
Después de tamaña divergencia mental acallé mi pensamiento y olvidándome de él traspasé las verjas de la entrada del carrer de Santa Eulàlia. Agarrados de la mano dimos nuestros primeros pasos en el interior del recinto. Enormes esculturas, panteones con vidrieras, cruces y cipreses, con alguna vegetación extra, nos daban la bienvenida. Hasta en la muerte la diferencia de clases es patente. Los mausoleos, esas casas para los muertos, se levantaban por doquier. Me gustan las tumbas, las calles, las lápidas y las esculturas, pero sobre los panteones tengo opiniones divididas. Mi dilema gira en torno a dos planos: el estético y el económico. ¿Hace falta gastar un dineral en la construcción de una casa para muertos? Quizá sea la envidia lo que eleva mi indignación contra los panteones, que otros se permitan el dispendio en muerte del que yo no puedo ni en vida, aunque, claro, tampoco podría ni gastarme el dinero que cuesta una de esas estatuas que tanto me gustan fotografiar y a ellas no les pongo pegas. A lo mejor es que los panteones me recuerdan mucho a las casas de los vivos y esa inevitable línea de pensamiento deriva en la peor trampa ecónomica del siglo XX y XXI: las hipotecas. Trampas para la tan ansiada independencia y que algunos adinerados pervirtieron la máxima recogida en la constitución «todo ciudadano tiene derecho a una vivienda digna» por otro estupido aforismo «vivir por encima de nuestras posibilidades», como si querer emanciparse y construir un hogar debiera estar solo al alcance de familias adineradas.
«Cementerio de Montjuic. Ciudad de vacaciones. Magníficas necrocasas con vistas al mar». En fin, mejor paro, pues si me dejo arrollar por mis divergencias mentales no acabaría esta necroresueña ni en mil años. Quizá sea la ostentación de la riqueza lo que me molesta y, a pesar de ello, me obligo a disfrutar de los panteones. ¡Que ambigüedad tan extraña la mía! ¿Es posible amar y odiar una cosa por igual?
Afortunadamente, me sacó de mi ensimismamiento un guarda del cementerio. Apareció de repente, montado en una pequeña motocicleta. El señor vestía un uniforme pardo, tirando a siena, y se nos acercó hacia los dos con una sonrisa muy afable en el rostro. Muy amable y sin bajar de la moto nos preguntó si buscábamos alguna tumba en particular. Montse y yo nos lanzamos una mirada cómplice. La noche anterior habíamos leído en un blog acerca de la legalidad de fotografiar tumbas en el interior del recinto y no nos quedaba claro si se permitía o no. El señor guardés, como leyendo nuestros pensamientos, nos tranquilizó. Se podía fotografiar y, de hecho, había varias rutas con tumbas de interés artístico e histórico. El hombre sacó un mapa en color que doblaba en tamaño al que llevaba en mis manos. Nuestra fotocopia en blanco y negro palidecía ante la nueva ruta de letras coloridas, bien vivas y visibles. El hombre, con su sempiterna sonrisa, nos aclaró que había varias rutas a seguir y que solo teníamos que escoger la que más quisiéramos. Pensé que no éramos los primeros a los que ayudaba y me asaltó una pregunta: ¿qué debía pensar de nosotros? ¿Qué pensaría de las personas que deciden fotografíar tumbas? Por su rostro deduje que no le parecía algo extraño, ni tampoco sorprendente, debía estar acostumbrado a ello y, sino, ¿por qué habría escogido un trabajo como aquel? Nos despedimos con afecto y sobre todo con sincero agradecimiento por el excelente mapa que nos había regalado. Con el útil obsequio en nuestro poder continuamos nuestro viaje.
La primera tumba que me asombró esculpía a la perfección un cadáver envuelto en una larga y magnífica túnica. La única parte del cuerpo descubierto, el rostro, ofrecía un aspecto hiperreal en cuencas, ojos y nariz, culminado el conjunto facial con una dentadura perfecta. La excelente talla, de tan absorbente realidad, daba la sensación de que se fuera a levantar de un momento a otro, que extraería la guadaña y acabaría con nosotros allí mismo. Los maestros escultores son asombrosos con la realidad que imprimen en sus obras. Al menos, en esa en concreto, el resultado alcanzaba la maestría.
Al lado, el panteón de Lluïsa Denís y Santiago Rusiñol. La construcción se compone de un alargado obelisco con un ángel a sus pies. La angelical escultura poseía alguna clase de humedad u hongo adherido en la piedra, la fea humedad del material rocoso se extendía, como si estuviera colocada de manera impostada, de pies a cabeza. El depósito de suciedad, como si estuviera repartida con un fin concreto, creaba un extraño efecto con colores de humedad y negrura, para que recordáramos que hasta en lo celestial puede haber oscuridad.
Ajenos al paso del tiempo y a esa mancha de humedad, Lluïsa y Santiago descansan para siempre. La pareja de dramaturgos barceloneses, pintores, compositores y periodistas, reposan en su último lecho. Esposa y marido, dos personas que encontraron en el ser amado a un igual, unidos ambos por una pasión artística común. Lluïsa y Santiago fueron esa clase de seres, unidos en vida por el arte y unidos, también, en la muerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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