lunes, 16 de septiembre de 2019

«ParecĆ­a, por lo menos, que no le habĆ­an enseƱado a mentir. Pero tampoco le habĆ­an enseƱado a distinguir la verdad de la mentira»

A los setenta aƱos, Emilio, recibió un particular artilugio como dotación de la herencia de su reciĆ©n fallecido tĆ­o-abuelo Canuto. Una mĆ”quina del tiempo. Observó la mĆ”quina y leyó las instrucciones, ¿para quĆ© querrĆ­a aquel cacharro? Emilio, un viejo solterón, quien nunca se habĆ­a casado ni habĆ­a tenido una relación mĆ”s allĆ” de dos meses, de carĆ”cter sobrio y, sin ser huraƱo, alejado de las personas en un desdĆ©n propio de misĆ”ntropos observaba la mĆ”quina. ¡Este cacharro debe gastar mucha luz! ¿Para quĆ© lo quiero? Cuanto mĆ”s intentaba convencerse de la inutilidad de aquella mĆ”quina, mĆ”s pensaba en ella, y cuanto mĆ”s pensaba nuevas ideas y cĆ”balas mentales acudĆ­an a Ć©l. ¿CuĆ”ntos errores cometió en el pasado? ¿QuĆ© podrĆ­a haber cambiado en su vida de haber tenido un consejo, el suyo propio, para no caer en las trampas de la existencia?

El manual de instrucciones, que leía Ôvidamente en diagonal, advertía de las múltiples carencias de la mÔquina:

[...] 14. la mÔquina no estÔ destinada a personas con capacidad física reducida [...] 18. los niños deben utilizarla siempre con la supervisión de un adulto [...] 22. Las superficies metÔlicas pueden calentarse con el flujo temporal por lo que evite tocarlas [...] 26. Los saltos temporales pueden programarse únicamente en decenios [...] A mÔxima carga el salto tendrÔ una exposición de 7 minutos, transcurrido ese lapso la mÔquina retornarÔ a su época, asegúrese de encontrarse en el interior cuando [...] 42. El salto mÔximo temporal es de 10 decenios (100 años) cuantificados los años bisiestos [...] 55. Los usos y alteraciones personales son responsabilidad exclusiva del usuario [...]

Pues vaya asco, un cacharro que solo saltaba de diez en diez hasta un tope de cien años atrÔs, y encima tan solo 7 minutos. Menudo timo de mÔquina del tiempo. Miró el cuadro que tenía en la pared de su comedor, la consagración de Napoleón de Jacques-Louis David, una reproducción bastante fidedigna copiada del original de principios del siglo XIX. Con lo que le hubiera gustado visitar la Francia Napoleónica; así, abandonado su sueño de ver al emperador, se centró de nuevo en su persona. La primera tentación fue visitarse a los ochenta o noventa años, pero la idea de no encontrarse en el futuro le dio miedo. Mejor probaría con él de jovencito. Se sentó en la silla de cuero del artilugio, una butaca colocada en medio de los hierros que protegían al piloto. Delante del asiento un mando bÔsico con tres indicadores: una rueda giratoria rodeada de números desde el -10 hasta el 10, un botón rojo y una llave de encendido. Ajustó la rueda, en un primer impulso, a menos -6 decenios, pero visitarse y dialogar con él a la edad de diez años no funcionaría. Emilio el niño no entendería nada de lo que dijera, por lo que movió la rueda giratoria al número contiguo, menos -5 decenios, y pulsó el botón rojo.

La vida se desperdicia en la juventud. Se vio con veinte aƱos, en la salida del Valkyrias Dark, una discoteca que frecuentaba mucho, de baile en baile sin preocuparse mucho de la carrera de económicas, la que dejó a medias y que podrĆ­a haberle granjeado una vida mejor, y no aquel trabajo de mierda en un almacĆ©n. Se le acercó por la espalda, mientras el Emilio de veinte aƱos daba tumbos con una cerveza en la mano. ¿Un viejo de setenta aƱos intentando dar lecciones a un joven borracho con una cerveza en la mano? Los siete minutos mĆ”s desperdiciados de sus dos vidas, el Emilio joven ni escuchaba lo que desgaƱitaba el Emilio viejo, este Ćŗltimo miró la pulsera, faltaban quince segundos para volver, se dio por perdido, y volvió a la butaca de cuero de la mĆ”quina.

De nuevo en casa, se cabreó con Ć©l por ser tan sumamente estĆŗpido. Ajustó de nuevo la rueda y la situó a menos -4 decenios; ahora sĆ­ se escucharĆ­a, los treinta es esa edad en la que ya no se es joven ni se viejo, las oportunidades personales flotan delante de uno y se ha aprendido lo suficiente para saber escuchar. Iba tan seguro de sĆ­ mismo que no tuvo en cuenta las circunstancias personales que rodeaban su existencia. A los treinta estaba en un centro de desintoxicación para alcohólicos, por mĆ”s que el viejo Emilio hablara, la mirada perdida de su yo treintaƱero le atravesaba hasta el vacĆ­o, ¿quĆ© pasaba por su mente a aquella edad? Las mentiras que se habĆ­a contado a si mismo, «no era para tanto», «solo fueron unos dĆ­as», se desvanecĆ­an ante la evidencia. Un nuevo Emilio sin salida.
Reajustó por tercera vez los dichosos numeritos de la rueda giratoria a -3 decenios. A los cuarenta, reformado por completo, sin vicios ni remembranzas etĆ­licas, con un trabajo de mierda, pero un trabajo. Tuvo la suerte de encontrarse en el Manolo, el bar al que habĆ­a acudido durante tantos aƱos antes de ser jubilado. El Emilio cuarentón no se sorprendió al verle, le invitó a un cafĆ© que Ć©l aceptó. DisponĆ­a de siete minutos escasos, le habló de lo importante de estudiar, que se reinventara, que aĆŗn estaba a tiempo, que sĆ­ los cuarenta eran los nuevos treinta, que diera alguna oportunidad a algunas de las muchas mujeres que le iban detrĆ”s, hablaba tan atropelladamente de los errores de aquella etapa que no supo si el otro le habĆ­a entendido del todo. Su yo cuarentón le escuchaba con respeto, dando leves cabezadas afirmativas en cada frase, en cada argumento. Para cuando el Emilio viejo, mirĆ”ndose con nerviosismo el reloj de muƱeca, acabó, el otro se levantó y pagó las consumiciones en la barra. Se estrecharon las manos, le dio las gracias y se disculpó, pues tenĆ­a que entrar a trabajar. ¿HabĆ­a escuchado algo de lo que se habĆ­a dicho? Anduvo con un nudo en el estómago hasta la mĆ”quina y volvió.

La misma casa, el napoleón anclado en la pared, claro, pues eso había sido, a los cuarenta retomó los estudios, pero no los de económicas, se reinventó estudiando Bellas Artes, unos estudios muy bellos, algo así lo transformaron por dentro, pero unos estudios carentes de aplicación prÔctica. Se había malinterpretado y se había reinventado para nada. Ahora se acordaba.

Se sentó en la mĆ”quina, iba a ajustar la rueda numĆ©rica a -2 decenios, pero se quedó con la mano alzada en al aire, ¿y para quĆ©? Si nunca habĆ­a escuchado a nadie, ni a Ć©l mismo. No se escuchó a los veinte, no se escuchó a los treinta, no se escuchó a los cuarenta, ¿por quĆ© tendrĆ­a que ser diferente a los cincuenta? Y hablar con aquel, con el cincuentón en que se habĆ­a convertido, amargado por desperdiciar a un par de buenas mujeres, por no mejorar económicamente, un Emilio esculpido por el tiempo, de ideas fijas y menos amable que el resto. Aquel viaje serĆ­a un error, una enorme estupidez. Si al menos se hubiera escuchado con cuarenta. Se bajó de la mĆ”quina, se fue al garaje, trajo un martillo, un destornillador, una sierra y unos alicates. Le llevó una hora desmembrar el engendró mecĆ”nico.

Si no hubiera leĆ­do en diagonal el manual de instrucciones y se hubiera tomado el tiempo necesario de analizar cada uno de los puntos del libro, se habrĆ­a ahorrado unos viajecitos innecesarios:

[...] [66]. El salto temporal es de acceso restringido a mutabilidad histórica. Se asegura la impermeabilidad del pasado, no pudiendo alterar, ni por acción ni por inacción, hechos acontecidos. Ninguna excepción...  [...].

Cierra tus ojos, encuƩntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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