lunes, 9 de septiembre de 2019

«El quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) es una mezcla de dos palabras griegas: "gyps", que significa buitre, y "aetĆ³s", que significa Ć”guila. Y es que el aspecto del quebrantahuesos es, efectivamente, una mezcla de ambas rapaces»


Menos de cincuenta lugareƱos, oriundos de Abrazatortas del valle de la Alcludia, posan sus miradas en el fĆ©retro de Atanasio. El humilde sarcĆ³fago elaborado con la barata madera de chopo descansa en la tierra. Paco, Manuel, Antonio, Jacinto y los dos hermanos GĆ³mez, situados alrededor de la caja, esperan alguna seƱal por parte del cura para introducir el ataĆŗd en el hueco de la pared del camposanto donde ya reposan otros paisanos del difunto. Atuanya, el pĆ”ter, da un visible cabezazo y los seis hombres levantan a pulso la pesada carga. EmpujĆ³n tras empujĆ³n y con un notable esfuerzo la introducen, con los pies por delante como manda la tradiciĆ³n, en el agujero.

—Si Atanasio estuviera vivio —Ese murmullo de Ricoleta lo acompasa, la susodicha, con una inoportuna risita.
—Calla, desgalichĆ”. —La acomete Josefa—. Que te van a oĆ­r.
—Por un cura neigro —rĆ­e por lo bajini—. Es que no pueo.

Si el cura las oye, su rostro no da muestra de ellos, el pĆ”ter mira al fĆ©retro, levanta la mano al cielo, pero una apariciĆ³n brusca a su espalda le impide recitar el responso. BaĆŗleco, el amigo de Atanasio le aparta de en medio, balanceĆ”ndose con el garrote y con la otra mano ocupada por un fardo, se sitĆŗa delante del hueco y del roĆ­do saco de tela extrae un viejo clarinete, apoya el bastĆ³n en la pared de tumbas, estira las manos hacia el interior del agujero e introduce medio cuerpo, en sus manos el reluciente objeto da el Ćŗltimo adiĆ³s a la luz y con un reluciente destello se despide. Se escucha un clonck metĆ”lico y BaĆŗleco, vomitado tal JonĆ”s, vuelve al mundo de los vivos sin el instrumento musical. Agarra su garrote y, tambaleĆ”ndose de un lado para otro, se acerca al cura y le hace un gesto displicente de ojos.

—Ahora sĆ­, no se podĆ­a ir sin su instrumento. ¿En que piensa, pĆ”ter? Ya se lo hablĆ©. ¡Ea! Ya puĆ© empezar con el responso, pero ve lento, ¿eh, PĆ”ter? Atanasio no era hombre de prisas, clarito y buena letra, sin prisas, sin prisas, pero tampoco sin demoras, ¡Ea! ¡Ea! ¡Venga, hombre! ¿A quĆ© esperas pues? Empiece, hombre, empiece, que ToƱo va a taparla antes de que tĆŗ comiences los rezos.

Ricoleta se lleva la mano a la boca y recibe un codazo de Josefa que observa con total seriedad la escena. Atuanya disipa el desabrido monĆ³logo de BaĆŗleco con un esforzado gesto de amabilidad. El cura levanta de nuevo la mano, vigila en derredor la apariciĆ³n de alguna nueva sorpresa, la docena de viejas, entre ellas Ricoleta y Josefa, callan y le observan con un respeto aprendido al hĆ”bito y no al hombre que lo habita; los alocados monaguillos tan pronto rĆ­en como muestran la mĆ”s seria de las poses, pasan del irrespetuoso trino de un jilguero a la estoica pose del quebrantahuesos que, por cierto, una de esas necrĆ³fagas aves sobrevuela por encima la comitiva fĆŗnebre con las alas enteramente extendidas; los hombres cansados del esfuerzo se secan el sudor de las frentes con paƱuelos y levantan la vista al cielo para ver la enormidad del ave que les sobrevuela, algunos se santiguan y se miran nerviosos los unos a los otros, pero no dicen nada. La presencia del ave, allĆ” arriba, les une en alguna clase de recuerdo, quizĆ”, por ello, no quitan la mirada del cielo, a pesar de que el silencio se rompe por los estruendosos chapoteos del mortero contra el agua, y a Antonio, que espera al levantamiento y colocaciĆ³n de lĆ”pida por parte de Paco y Manuel: «Atanasio RodrĆ­guez de Blas 1929 - 2014. AquĆ­ descansa en paz un buen hombre que...». Una conocida frase mortuoria ultima la despedida marmolaria. El mortero impacta en una esquina, chaf, pluf, se agacha Antonio en su segunda acometida con la triangular espĆ”tula en mano rellena de la pastosa masa, acompaƱada de la eterna melodĆ­a del paleta chaf, pluf, y la tonadilla continĆŗa hasta sellar la placa de mĆ”rmol en la tumba. Los monaguillos se tiran del sayo, se rĆ­en pĆ­caros, seƱalan al fĆ©retro, al cura, a las viejas, a los hombres sudados, al quebrantahuesos que se aleja en el horizonte; BaĆŗleco reprende a los jovenzuelos con una ostensible mirada cargada de reproche y los muchachos recomponen la pose que, al igual que las viejas, es una impostura aprendida. «Oh, MarĆ­a, Madre de misericordia», empieza por fin el rezo el pĆ”ter.


—Pues no empiezia el PĆ”ter, delante del bujero del Atanasio, con ¡Oh, MarĆ­a! —Las manos de Ricoleta se alzan al techo en un conglomerado de aspavientos de la mĆ”s diversa Ć­ndole que acompaƱa con estruendosas risas—. ¡SeƱor mĆ­o, Jesucristo! AsĆ­ se empiezia, ¡SeƱor mĆ­o, Jesucristo! Si se la abreimos enseƱado de veces a rezar nuestro responso, y ni por esas se lo sabe.
—¿Pues no tendrĆ” que aprender? Que apenas lleva dos meses. —Lo defiende Josefa.
—TĆŗ es que eiries muy gĆ¼ena, pero es que el padre AtoguaƱa...
—Atuanya —Le corrige Josefa.
—Como se le nombre, siempre estĆ” ojeroso y triste, debe de ser que el hombre ese tiene la sesera en otra parte, no paira la atenciĆ³n, no la paira. A ese hasta que no se le vaicien los demoinios no le entra en la testa nai de nĆ”.
—SĆ­ que anda lĆ”nguido, pobrecito, eso es verdad.
—¡Ba! Mu gĆ¼ena tĆŗ, todo se lo perdona la tristeiza. ¡SeƱor mĆ­o, Jesucristo! AsĆ­, asĆ­. Debe de ser que por los Ć”fricas de allĆ”bajo no se conocen de esos rezos y les cuestan. Esos neigros.
—Riiicoootaaa, esa boca.
—¿Pues quĆ©?
—El color de la piel. No estĆ” bien nombrarla.
—Ya empeizamos con el raicismo. Ni quel color de la piel tuveira nĆ” que ver. Que hay mucha incultedad por allĆ”bajo.
—Riiiiicoooootaaaaa.


—¿En quĆ© piensas, PĆ”ter? —De rodillas, delante de una cruz de madera con el Cristo redentor clavado en ella, Atuanya abre los ojos con lentitud—. ¡Ea! ¡Ea! Espabila, pĆ”ter, que ese no espera a nadie, y si no solo hay que mirar cĆ³mo se llevĆ³ de rĆ”pido al bueno de Atanasio, ni unas zurras nos pudimos tomar en el bar del Paco, ya tiene mala ostia el seƱorito, con perdĆ³n, con perdĆ³n, pero es que ni una zurra, ni una zurra.

El cura suspira, unas velas iluminan el interior de la iglesia, creando sombras. El cielo encapotado impide la entrada de la habitual claridad.

—¿QuĆ© desea, BaĆŗleco?
—Esa sĆ­ que es buena. ¿Que quĆ© desea? ¿Por quiĆ©n me has tomado? ¿QuĆ© soy algĆŗn notable, ilustre, abogado o polĆ­tico? De tĆŗ, PĆ”ter, de tĆŗ entre camaradas paisanos, leƱe. ¿Pues quĆ© voy a desear? Pues que va a ser, venga, venga, acompƔƱeme al bar del paco, PĆ”ter, de prisa, de prisa, me habrĆ” de convidar a una zurra, o dos, a la salud de Atanasio. ¡Ea! ¡Ea! —El cura niega con la cabeza en un gesto lento que enerva la mirada del viejo—. ¿No serĆ” usted uno de esos de allĆ” arriba que no sueltan los duros ni aunque los maten? Pero si no puĆ© ser, que usted viene de abajo. Venga, pĆ”ter, suelte unas perras gordas y a beber por el difunto. ¡QuĆ© la vida son dos dĆ­as!
—Con gusto le... Te invitarĆ­a, pero tengo que preparar la misa de maƱana.
—¡QuĆ© misa ni que seƱorito muerto! Con perdĆ³n, con perdĆ³n, pero es que las zurras son sagradas, pĆ”ter, sagradas. Esto no es de ley, un parroquiano como yo, que lleva treinta aƱos, que digo treinta, mĆ”s, mĆ”s, no quite, no quite usted, que ya me quito yo, mĆ”s de treinta aƱos visitando este lugar y que el pĆ”ter no me invite a unas zurras. —El hombre, garrote en mano, alza su punta hacia las vidrieras de la iglesia como si impartiera una clase magistral, tambiĆ©n seƱala con Ć©l la cruz, dibuja la seƱal en el aire, despuĆ©s las velas tambalean su llama ante un pase rĆ”pido de bastĆ³n, se regocija el anciano picando en el suelo con cierta fuerza, cloc, cloc, cloc, y al fin, tambaleĆ”ndose hacia el umbral de la puerta, seƱala desde debajo del pĆ³rtico al cura, que lo mira con una mezcla de triste incredulidad—. ¡Pues tĆŗ te lo pierdes, pĆ”ter! Pero no vas a ser de esta parroquia hasta que no pruebes unas zurras o te bautice el altĆ­simo.

Y con una chĆ”chara inagotable que ni el demonio soportarĆ­a, BaĆŗleco atraviesa el umbral de la iglesia dejando al cura con las manos apoyadas la una en la otra y la mirada fija en el suelo.


Las uƱas blanquecinas resaltan en los dedos negros de Atuanya. El cura, que en la soledad de su cuarto deja de serlo para convertirse en un simple hombre, pasa con las falanges las cuentas del rosario y recita en cada paso final un padrenuestro. Los ojos cerrados no necesitan de la Ćŗnica vela que apenas ilumina la austera habitaciĆ³n, pero despuĆ©s de «[...] asĆ­ en la tierra como en el cielo [...]», abre los ojos, en la mesita de noche una fotografĆ­a de medio cuerpo con una mujer anciana, de piel negra igual que la suya, vestida con un antiguo vestido tribal en el que predominan los rojos, los verdes y algunas plumas muy largas de aves exĆ³ticas, le mira. Acerca la mano, agarra con cuidado el marco y lo atrae hacia sus labios, besa la fotografĆ­a a la altura de la frente, siente el contacto del frĆ­o vidrio que lo separa de la imagen de la mujer y una lĆ”grima se le desliza por la mejilla. Deposita de nuevo el marco en la mesita, cierra los ojos y vuelve a las cuentas, a los quince misterios y a los padrenuestros, «[...] hĆ”gase tu voluntad asĆ­ en la tierra como en el cielo [...]».


—Pero ¿se puede saber?

El grito, que no llega hasta el cielo por las imposibilidades fĆ­sicas, rebota en un eco repetitivo por las paredes de la iglesia. La mirada de Atuanya sorprende a los dos monaguillos en pleno acto delictivo. TomĆ”s apoya las palmas de la mano en la base del oscilante cepillo anclado a la pared, una pesada caja de madera ribeteada con esquinas de hierro, y JosĆ©, destornillador en mano, se esmera en el Ćŗltimo tornillo que une la cuadrada caja con la pared. A la frase del padre ambos levantan la cabeza sorprendidos en un momento crucial para su labor, pues al desatender su pesada carga, el Ćŗltimo tornillo cede y la pesada caja cae al suelo, una esquina se revienta, aƱicos astillados se mezclan con las monedas, algunas ruedan intentando escapar del templo como los filisteos. TomĆ”s lanza el destornillador y corre hacia un ventanuco abierto a un metro en la entrada a la iglesia, de un salto felino se agarra en la linde del marco y, tal tigre acostumbrado a saltar madrigueras ajenas, huye por el ansiado hueco; JosĆ© lo emula, pero es mĆ”s fuertecito, le lleva unos segundos trepar y queda atorado en el marco. El cura se saca la zapatilla y le arrea someras zancadas en el trasero con mĆ”s ruido que daƱo.

—Nooooo, PĆ”ter, por favor. Lo siento.

Al niƱo le gusta el drama y ameniza con gritos lastimeros su culpa, los berridos atraen a los parroquianos, que es domingo y aĆŗn no ha sucedido nada digno de renombre y disfrute en los Ćŗltimos meses. Una nueva tanda de zapatillazos, sin saƱa pero con esmero, recorre la noble parte de las posaderas de JosĆ©.

—PĆ”ter, PĆ”ter, PĆ”ter... —LĆ”grimas de cocodrilo y ojos enrojecidos—. No lo harĆ© mĆ”s, PĆ”ter. Lo juro por Dios.

Al oĆ­r la Ćŗltima frase, Atuanya enarca las cejas y, a pesar de la negritud del rostro, se aprecia un rubicundo malestar alojado en las mejillas. Abre la puerta de la iglesia con estrĆ©pito, descorre la cerradura y abre la pesada puerta, parece una fuerza imparable de la naturaleza. Afuera los vecinos miran el medio cuerpo del niƱo atorado en el ventanuco, escuchan sus lloros y la imploraciĆ³n de la piedad de Dios y del cura.

—No jures en falso, malandrĆ­n.

La voz de Atuanya, por lo normal dĆ³cil, serena, tranquila y cuantos mĆ”s adjetivos benĆ©volos se le puedan atribuir a ese santo varĆ³n, atrona como un rayo rasgando el cielo. Alza las manos recriminando al pilluelo la fechorĆ­a.

—Ya le caliente un poco maĆ­s al jilguero ese —dice Ricoleta con una sonrisa malĆ©vola—, a ver si el neigro se hace uno de nosoitrios.
—Ricota, no seas basta.
—Pero si es la veirdad. Ha de vaiciar los demoinios el neigro y ya verĆ”s.
Josefa niega con la cabeza, pero acompaƱa la mano a la boca para evitar que su amiga le vea una incipiente sonrisa. Paco, el dueƱo del bar sale del establecimiento con el delantal blanco manchado de vino, le siguen algunos contertulios atrasados y unos vendedores que pasaban por el pueblo. La suma de extranjeros y vecinos reunidos supera la cincuentena de personas. La muchedumbre rodea la entrada de la iglesia. Unas viejas se santiguan. BaĆŗleco llega justo a tiempo, atĆ”ndose el cinturĆ³n al pantalĆ³n, tambaleĆ”ndose nervioso ante el evento. Con ojos ansiosos dirige miradas de un lado a otro, del muchachote atorado al cura, de la mirada crispada del cura al rostro lloroso del atrapado, se pasa la lengua excitado por la comisura de los labios.
—¿QuĆ© os enseƱan en esta tierra? —El cura escupe las palabras con un rostro desencajado por algĆŗn sufrimiento interno y acumulado—. Desde que estoy aquĆ­, desde que estoy aquĆ­.
No se decide, no acaba la frase, que deja a medias. Los vendedores se estrechan las manos, alguna clase de apuesta han trazado. Paco y los hombres miran al cielo, un quebrantahuesos sobrevuela la plazoleta delante de la iglesia. Manuel, Antonio, Jacinto y los dos hermanos GĆ³mez, los habituales del bar, miran al ave y despuĆ©s se miran como dĆ­as atrĆ”s en el camposanto. El pequeƱo de los GĆ³mez se santigua y se protege con ambas manos la coronilla, el hermano mayor, ante el gesto de su hermano, le da un codazo y le recrimina con una exagerada negaciĆ³n de cabeza, la mirada en el rostro podrĆ­a partir en dos al hermano menor, quien retira las manos avergonzado, pero el resto de hombres no dejan de mirar al cielo.
—Je, je, je. Ya gĆ¼elo al treparriscos —Los ojos de Ricoleta se lo pasan en grande, mirando al cura, al niƱo, a los extranjeros, a los hombres asustados, algo normal pues las fuerzas en los bares se exhalan con rapidez por la boca, y por Ćŗltimo mira a su amiga Josefa, que, en el fondo sabe, disfruta tanto como ella.

El quebrantahuesos emite un graznido brutal, un gutural sonido de bestia celeste que maltrata los caracolillos en los oĆ­dos de la audiencia. El PĆ”ter, el Ćŗltimo en percatarse de la presencia de la bestia alada, levanta atĆ³nito la vista al cielo y en ese momento, patachaf, una inmensa cagada se estampa contra su frente, la mancha pringosa, de un blanco grasiento, se esparce por la calva negra de Atuanya y rueda imparable por sienes y mejillas. El espectĆ”culo deja al mozalbete sin llorar, el gentĆ­o inspira y, en esos segundos de asimilaciĆ³n, una risotada popular estalla en la plazoleta de la iglesia, la vibraciĆ³n traspasa las puertas de la iglesia, la onda de alienada empatĆ­a atraviesa al pobre cura que se arrodilla, mirando el suelo, alguna lĆ”grima se le escapa. Ricoleta se acerca con paso firme y BaĆŗleco detrĆ”s de ella, tambaleante pero igual de decidido. Las risas se acallan de la misma manera que empezaron.

Veinga, veinga, que no paisa nĆ”. ¿A quiĆ©n no se le ha cagao alguna vez el treparriscos ese de los demoinios?

Paco y dos hombres mĆ”s ayudan al muchachote a descolgarse del ventanuco, no sin esfuerzo, pues estĆ” mĆ”s crecido de lo que debiera. La muchedumbre observa el espectĆ”culo sin despejar la zona. Josefa entra en casa con alas en los pies, al momento saca dos paƱos y una botella de agua mineral. BaĆŗleco sujeta al cura por debajo de la axila, este observa, con los ojos enrojecidos, al viejo.
—PĆ”ter, ¡Ea!, como dice la Ricoleta, que aquĆ­ se nos ha cagado a todos la maldita bestia. No se apure, puĆ© esto es de todos sabido y algo normal. Quita importancia al manchurrĆ³n camarada cura. —Mientras el anciano suelta la perorata acompaƱada de giros de barrote al aire, Josefa le pasa al cura el primer paƱo humedecido por la calva, le frota con insistencia, elimina los primeros restos de inmundicia y vuelve a su empeƱo—. El Paco hace tres aƱos, salĆ­a de su bar camino de la iglesia y, ¿quĆ© crees que paso? —El dueƱo del bar baja la cabeza avergonzado—. Pero que no se quite nadie ningĆŗn mĆ©rito de cagada alguna en su cabeza o cuerpo; incluso la Tomasa, en paz descanse, dicen algunos que fue la Ćŗnica que se librĆ³ de ello, pero sĆ© de buenas tintas por una amiga Ć­ntima suya, para mĆ”s seƱas la moƱos, que en paz descanse tambiĆ©n, me dijo a mĆ­ en secreto que tambiĆ©n el altĆ­simo la habĆ­a bendecido una maƱana reciĆ©n levantada, pero que, pasando el suceso detrĆ”s de su casa y sin testimonios, pues que nadie se enterĆ³ —Un murmullo general levanta los aquiescentes Ć”nimos de la audiencia. Josefa prosigue su limpiadora tarea y Ricoleta le propinas amistosas palmadas en la espalda al PĆ”ter.
—Si es que este hombre no cailla ni debajo el agua.
Josefa le pasa el segundo paƱo al cura, que recupera el aplomo y mira a los presentes un tanto avergonzado por su debilidad anterior.
—¡Ea! ¡Ea! Nada de caras largas y esas cosas, camaradas paisanos. Hoy, por ser dĆ­a especial, propongo en mi persona y en mi bolsillo una invitaciĆ³n a nuestro PĆ”ter, Atuanya, que ha tenido el inmenso honor de ser bautizado por el altĆ­simo, y asĆ­, formar parte de nuestra comunidad, la vecindad del blanco lamparĆ³n. —Los lugareƱos rĆ­en ante alguna broma que solo ellos conocen y que el cura empieza a entender—. ¿QuĆ© dices, PĆ”ter, me aceptas unas zurras? Convido yo, aunque lo normal serĆ­a que el PĆ”ter hubiera convidado la primera, pero no te lo tengo en cuenta. ¿QuĆ© me dices? ¡Ea, pues!

Ricoleta mira al PƔter, por una vez no sonrƭe y muestra una seriedad que le desconfigura el rostro, Josefa recoge los paƱos y los guarda en una bolsa de plƔstico y observa al cura sin querer presionarle mucho, una deferencia que no recogen el resto de contertulios que miran Ɣvidos de la respuesta; Paco el del bar sonrƭe, algunas viejas se alejan, no por nada, es que no gustan de acercarse a los bares pero se asientan en los bancos, bajo la sombra de los Ɣrboles, alrededor de la plazoleta y enfrente del bar, el resto de vecinos miran con detenimiento al cura y prestan especial cuidado a las siguientes palabras del cura.

—Sea pues. Este es mi pueblo amado, en quien me complazco.



Cierra tus ojos, encuƩntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia


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