«El quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) es una mezcla de dos
palabras griegas: "gyps", que significa buitre, y "aetĆ³s",
que significa Ɣguila. Y es que el aspecto del quebrantahuesos es,
efectivamente, una mezcla de ambas rapaces»
Menos de cincuenta lugareƱos, oriundos de Abrazatortas del
valle de la Alcludia, posan sus miradas en el fĆ©retro de Atanasio. El humilde sarcĆ³fago
elaborado con la barata madera de chopo descansa en la tierra. Paco, Manuel,
Antonio, Jacinto y los dos hermanos GĆ³mez, situados alrededor de la caja,
esperan alguna seƱal por parte del cura para introducir el ataĆŗd en el hueco de
la pared del camposanto donde ya reposan otros paisanos del difunto. Atuanya,
el pƔter, da un visible cabezazo y los seis hombres levantan a pulso la pesada
carga. EmpujĆ³n tras empujĆ³n y con un notable esfuerzo la introducen, con los
pies por delante como manda la tradiciĆ³n, en el agujero.
—Si Atanasio estuviera vivio —Ese murmullo de Ricoleta
lo acompasa, la susodicha, con una inoportuna risita.
—Calla, desgalichĆ”. —La acomete Josefa—. Que te van a
oĆr.
—Por un cura neigro —rĆe por lo bajini—. Es
que no pueo.
Si el cura las oye, su rostro no da muestra de ellos, el pƔter
mira al fĆ©retro, levanta la mano al cielo, pero una apariciĆ³n brusca a su
espalda le impide recitar el responso. BaĆŗleco, el amigo de Atanasio le aparta
de en medio, balanceƔndose con el garrote y con la otra mano ocupada por un
fardo, se sitĆŗa delante del hueco y del roĆdo saco de tela extrae un viejo
clarinete, apoya el bastĆ³n en la pared de tumbas, estira las manos hacia el
interior del agujero e introduce medio cuerpo, en sus manos el reluciente
objeto da el Ćŗltimo adiĆ³s a la luz y con un reluciente destello se despide. Se
escucha un clonck metĆ”lico y BaĆŗleco, vomitado tal JonĆ”s, vuelve al
mundo de los vivos sin el instrumento musical. Agarra su garrote y, tambaleƔndose
de un lado para otro, se acerca al cura y le hace un gesto displicente de ojos.
—Ahora sĆ, no se podĆa ir sin su instrumento. ¿En que piensa,
pĆ”ter? Ya se lo hablĆ©. ¡Ea! Ya puĆ© empezar con el responso, pero ve lento, ¿eh,
PƔter? Atanasio no era hombre de prisas, clarito y buena letra, sin prisas, sin
prisas, pero tampoco sin demoras, ¡Ea! ¡Ea! ¡Venga, hombre! ¿A quĆ© esperas pues?
Empiece, hombre, empiece, que ToƱo va a taparla antes de que tĆŗ comiences los
rezos.
Ricoleta se lleva la mano a la boca y recibe un codazo de
Josefa que observa con total seriedad la escena. Atuanya disipa el desabrido monĆ³logo
de BaĆŗleco con un esforzado gesto de amabilidad. El cura levanta de nuevo la
mano, vigila en derredor la apariciĆ³n de alguna nueva sorpresa, la docena de
viejas, entre ellas Ricoleta y Josefa, callan y le observan con un respeto
aprendido al hƔbito y no al hombre que lo habita; los alocados monaguillos tan
pronto rĆen como muestran la mĆ”s seria de las poses, pasan del irrespetuoso trino
de un jilguero a la estoica pose del quebrantahuesos que, por cierto, una de esas
necrĆ³fagas aves sobrevuela por encima la comitiva fĆŗnebre con las alas enteramente
extendidas; los hombres cansados del esfuerzo se secan el sudor de las frentes con
paƱuelos y levantan la vista al cielo para ver la enormidad del ave que les
sobrevuela, algunos se santiguan y se miran nerviosos los unos a los otros,
pero no dicen nada. La presencia del ave, allĆ” arriba, les une en alguna clase
de recuerdo, quizĆ”, por ello, no quitan la mirada del cielo, a pesar de que el
silencio se rompe por los estruendosos chapoteos del mortero contra el agua, y a
Antonio, que espera al levantamiento y colocaciĆ³n de lĆ”pida por parte de Paco y
Manuel: «Atanasio RodrĆguez de Blas 1929 - 2014. AquĆ descansa en paz un buen
hombre que...». Una conocida frase mortuoria ultima la despedida marmolaria. El
mortero impacta en una esquina, chaf, pluf, se agacha Antonio en su
segunda acometida con la triangular espƔtula en mano rellena de la pastosa masa,
acompaƱada de la eterna melodĆa del paleta chaf, pluf, y la tonadilla
continĆŗa hasta sellar la placa de mĆ”rmol en la tumba. Los monaguillos se tiran
del sayo, se rĆen pĆcaros, seƱalan al fĆ©retro, al cura, a las viejas, a los
hombres sudados, al quebrantahuesos que se aleja en el horizonte; BaĆŗleco reprende
a los jovenzuelos con una ostensible mirada cargada de reproche y los muchachos
recomponen la pose que, al igual que las viejas, es una impostura aprendida.
«Oh, MarĆa, Madre de misericordia», empieza por fin el rezo el pĆ”ter.
⁂
—Pues no empiezia el PĆ”ter, delante del bujero
del Atanasio, con ¡Oh, MarĆa! —Las manos de Ricoleta se alzan al techo en un
conglomerado de aspavientos de la mĆ”s diversa Ćndole que acompaƱa con estruendosas
risas—. ¡SeƱor mĆo, Jesucristo! AsĆ se empiezia, ¡SeƱor mĆo, Jesucristo!
Si se la abreimos enseƱado de veces a rezar nuestro responso, y ni por
esas se lo sabe.
—¿Pues no tendrĆ” que aprender? Que apenas lleva dos meses. —Lo
defiende Josefa.
—TĆŗ es que eiries muy gĆ¼ena, pero es que el padre
AtoguaƱa...
—Atuanya —Le corrige Josefa.
—Como se le nombre, siempre estĆ” ojeroso y triste, debe de
ser que el hombre ese tiene la sesera en otra parte, no paira la atenciĆ³n,
no la paira. A ese hasta que no se le vaicien los demoinios
no le entra en la testa nai de nĆ”.
—SĆ que anda lĆ”nguido, pobrecito, eso es verdad.
—¡Ba! Mu gĆ¼ena tĆŗ, todo se lo perdona la tristeiza.
¡SeƱor mĆo, Jesucristo! AsĆ, asĆ. Debe de ser que por los Ć”fricas de allĆ”bajo
no se conocen de esos rezos y les cuestan. Esos neigros.
—Riiicoootaaa, esa boca.
—¿Pues quĆ©?
—El color de la piel. No estĆ” bien nombrarla.
—Ya empeizamos con el raicismo. Ni quel
color de la piel tuveira nĆ” que ver. Que hay mucha incultedad por
allƔbajo.
—Riiiiicoooootaaaaa.
⁂
—¿En quĆ© piensas, PĆ”ter? —De rodillas, delante de una cruz de
madera con el Cristo redentor clavado en ella, Atuanya abre los ojos con
lentitud—. ¡Ea! ¡Ea! Espabila, pĆ”ter, que ese no espera a nadie, y si no solo
hay que mirar cĆ³mo se llevĆ³ de rĆ”pido al bueno de Atanasio, ni unas zurras nos
pudimos tomar en el bar del Paco, ya tiene mala ostia el seƱorito, con perdĆ³n, con
perdĆ³n, pero es que ni una zurra, ni una zurra.
El cura suspira, unas velas iluminan el interior de la iglesia,
creando sombras. El cielo encapotado impide la entrada de la habitual claridad.
—¿QuĆ© desea, BaĆŗleco?
—Esa sĆ que es buena. ¿Que quĆ© desea? ¿Por quiĆ©n me
has tomado? ¿QuĆ© soy algĆŗn notable, ilustre, abogado o polĆtico? De tĆŗ, PĆ”ter,
de tĆŗ entre camaradas paisanos, leƱe. ¿Pues quĆ© voy a desear? Pues que va a
ser, venga, venga, acompƔƱeme al bar del paco, PƔter, de prisa, de prisa, me
habrĆ” de convidar a una zurra, o dos, a la salud de Atanasio. ¡Ea! ¡Ea! —El
cura niega con la cabeza en un gesto lento que enerva la mirada del viejo—. ¿No
serĆ” usted uno de esos de allĆ” arriba que no sueltan los duros ni aunque los
maten? Pero si no puƩ ser, que usted viene de abajo. Venga, pƔter, suelte unas
perras gordas y a beber por el difunto. ¡QuĆ© la vida son dos dĆas!
—Con gusto le... Te invitarĆa, pero tengo que preparar la
misa de maƱana.
—¡QuĆ© misa ni que seƱorito muerto! Con perdĆ³n, con perdĆ³n,
pero es que las zurras son sagradas, pƔter, sagradas. Esto no es de ley, un
parroquiano como yo, que lleva treinta aƱos, que digo treinta, mƔs, mƔs, no quite,
no quite usted, que ya me quito yo, mƔs de treinta aƱos visitando este lugar y
que el pĆ”ter no me invite a unas zurras. —El hombre, garrote en mano, alza su
punta hacia las vidrieras de la iglesia como si impartiera una clase magistral,
tambiƩn seƱala con Ʃl la cruz, dibuja la seƱal en el aire, despuƩs las velas
tambalean su llama ante un pase rĆ”pido de bastĆ³n, se regocija el anciano picando
en el suelo con cierta fuerza, cloc, cloc, cloc, y al fin,
tambaleĆ”ndose hacia el umbral de la puerta, seƱala desde debajo del pĆ³rtico al
cura, que lo mira con una mezcla de triste incredulidad—. ¡Pues tĆŗ te lo
pierdes, pƔter! Pero no vas a ser de esta parroquia hasta que no pruebes unas
zurras o te bautice el altĆsimo.
Y con una chĆ”chara inagotable que ni el demonio soportarĆa, BaĆŗleco
atraviesa el umbral de la iglesia dejando al cura con las manos apoyadas la una
en la otra y la mirada fija en el suelo.
⁂
Las uƱas blanquecinas resaltan en los dedos negros de Atuanya.
El cura, que en la soledad de su cuarto deja de serlo para convertirse en un
simple hombre, pasa con las falanges las cuentas del rosario y recita en cada paso
final un padrenuestro. Los ojos cerrados no necesitan de la Ćŗnica vela que apenas
ilumina la austera habitaciĆ³n, pero despuĆ©s de «[...] asĆ en la tierra como en
el cielo [...]», abre los ojos, en la mesita de noche una fotografĆa de medio
cuerpo con una mujer anciana, de piel negra igual que la suya, vestida con un
antiguo vestido tribal en el que predominan los rojos, los verdes y algunas
plumas muy largas de aves exĆ³ticas, le mira. Acerca la mano, agarra con cuidado
el marco y lo atrae hacia sus labios, besa la fotografĆa a la altura de la
frente, siente el contacto del frĆo vidrio que lo separa de la imagen de la
mujer y una lƔgrima se le desliza por la mejilla. Deposita de nuevo el marco en
la mesita, cierra los ojos y vuelve a las cuentas, a los quince misterios y a los
padrenuestros, «[...] hĆ”gase tu voluntad asĆ en la tierra como en el cielo [...]».
⁂
—Pero ¿se puede saber?
El grito, que no llega hasta el cielo por las
imposibilidades fĆsicas, rebota en un eco repetitivo por las paredes de la
iglesia. La mirada de Atuanya sorprende a los dos monaguillos en pleno acto
delictivo. TomƔs apoya las palmas de la mano en la base del oscilante cepillo
anclado a la pared, una pesada caja de madera ribeteada con esquinas de hierro,
y JosĆ©, destornillador en mano, se esmera en el Ćŗltimo tornillo que une la
cuadrada caja con la pared. A la frase del padre ambos levantan la cabeza
sorprendidos en un momento crucial para su labor, pues al desatender su pesada
carga, el Ćŗltimo tornillo cede y la pesada caja cae al suelo, una esquina se
revienta, aƱicos astillados se mezclan con las monedas, algunas ruedan
intentando escapar del templo como los filisteos. TomƔs lanza el destornillador
y corre hacia un ventanuco abierto a un metro en la entrada a la iglesia, de un
salto felino se agarra en la linde del marco y, tal tigre acostumbrado a saltar
madrigueras ajenas, huye por el ansiado hueco; JosƩ lo emula, pero es mƔs fuertecito,
le lleva unos segundos trepar y queda atorado en el marco. El cura se saca la
zapatilla y le arrea someras zancadas en el trasero con mƔs ruido que daƱo.
—Nooooo, PĆ”ter, por favor. Lo siento.
Al niƱo le gusta el drama y ameniza con gritos lastimeros su
culpa, los berridos atraen a los parroquianos, que es domingo y aĆŗn no ha sucedido
nada digno de renombre y disfrute en los Ćŗltimos meses. Una nueva tanda de
zapatillazos, sin saƱa pero con esmero, recorre la noble parte de las posaderas
de JosƩ.
—PĆ”ter, PĆ”ter, PĆ”ter... —LĆ”grimas de cocodrilo y ojos
enrojecidos—. No lo harĆ© mĆ”s, PĆ”ter. Lo juro por Dios.
Al oĆr la Ćŗltima frase, Atuanya enarca las cejas y, a pesar
de la negritud del rostro, se aprecia un rubicundo malestar alojado en las
mejillas. Abre la puerta de la iglesia con estrƩpito, descorre la cerradura y
abre la pesada puerta, parece una fuerza imparable de la naturaleza. Afuera los
vecinos miran el medio cuerpo del niƱo atorado en el ventanuco, escuchan sus
lloros y la imploraciĆ³n de la piedad de Dios y del cura.
—No jures en falso, malandrĆn.
La voz de Atuanya, por lo normal dĆ³cil, serena, tranquila y
cuantos mĆ”s adjetivos benĆ©volos se le puedan atribuir a ese santo varĆ³n, atrona
como un rayo rasgando el cielo. Alza las manos recriminando al pilluelo la
fechorĆa.
—Ya le caliente un poco maĆs al jilguero ese —dice
Ricoleta con una sonrisa malĆ©vola—, a ver si el neigro se hace uno de nosoitrios.
—Ricota, no seas basta.
—Pero si es la veirdad. Ha de vaiciar los demoinios
el neigro y ya verƔs.
Josefa niega con la cabeza, pero acompaƱa la mano a la boca
para evitar que su amiga le vea una incipiente sonrisa. Paco, el dueƱo del bar
sale del establecimiento con el delantal blanco manchado de vino, le siguen algunos
contertulios atrasados y unos vendedores que pasaban por el pueblo. La suma de extranjeros
y vecinos reunidos supera la cincuentena de personas. La muchedumbre rodea la
entrada de la iglesia. Unas viejas se santiguan. BaĆŗleco llega justo a tiempo,
atĆ”ndose el cinturĆ³n al pantalĆ³n, tambaleĆ”ndose nervioso ante el evento. Con
ojos ansiosos dirige miradas de un lado a otro, del muchachote atorado al cura,
de la mirada crispada del cura al rostro lloroso del atrapado, se pasa la
lengua excitado por la comisura de los labios.
—¿QuĆ© os enseƱan en esta tierra? —El cura escupe las
palabras con un rostro desencajado por algĆŗn sufrimiento interno y acumulado—. Desde
que estoy aquĆ, desde que estoy aquĆ.
No se decide, no acaba la frase, que deja a medias. Los
vendedores se estrechan las manos, alguna clase de apuesta han trazado. Paco y
los hombres miran al cielo, un quebrantahuesos sobrevuela la plazoleta delante
de la iglesia. Manuel, Antonio, Jacinto y los dos hermanos GĆ³mez, los
habituales del bar, miran al ave y despuĆ©s se miran como dĆas atrĆ”s en el
camposanto. El pequeƱo de los GĆ³mez se santigua y se protege con ambas manos la
coronilla, el hermano mayor, ante el gesto de su hermano, le da un codazo y le recrimina
con una exagerada negaciĆ³n de cabeza, la mirada en el rostro podrĆa partir en
dos al hermano menor, quien retira las manos avergonzado, pero el resto de
hombres no dejan de mirar al cielo.
—Je, je, je. Ya gĆ¼elo al treparriscos —Los ojos de Ricoleta
se lo pasan en grande, mirando al cura, al niƱo, a los extranjeros, a los
hombres asustados, algo normal pues las fuerzas en los bares se exhalan con
rapidez por la boca, y por Ćŗltimo mira a su amiga Josefa, que, en el fondo
sabe, disfruta tanto como ella.
El quebrantahuesos emite un graznido brutal, un gutural
sonido de bestia celeste que maltrata los caracolillos en los oĆdos de la
audiencia. El PĆ”ter, el Ćŗltimo en percatarse de la presencia de la bestia
alada, levanta atĆ³nito la vista al cielo y en ese momento, patachaf, una
inmensa cagada se estampa contra su frente, la mancha pringosa, de un blanco
grasiento, se esparce por la calva negra de Atuanya y rueda imparable por
sienes y mejillas. El espectĆ”culo deja al mozalbete sin llorar, el gentĆo
inspira y, en esos segundos de asimilaciĆ³n, una risotada popular estalla en la
plazoleta de la iglesia, la vibraciĆ³n traspasa las puertas de la iglesia, la
onda de alienada empatĆa atraviesa al pobre cura que se arrodilla, mirando el
suelo, alguna lĆ”grima se le escapa. Ricoleta se acerca con paso firme y BaĆŗleco
detrƔs de ella, tambaleante pero igual de decidido. Las risas se acallan de la
misma manera que empezaron.
—Veinga, veinga, que no paisa nĆ”. ¿A
quiƩn no se le ha cagao alguna vez el treparriscos ese de los demoinios?
Paco y dos hombres mƔs ayudan al muchachote a descolgarse del
ventanuco, no sin esfuerzo, pues estƔ mƔs crecido de lo que debiera. La
muchedumbre observa el espectƔculo sin despejar la zona. Josefa entra en casa con
alas en los pies, al momento saca dos paƱos y una botella de agua mineral.
BaĆŗleco sujeta al cura por debajo de la axila, este observa, con los ojos
enrojecidos, al viejo.
—PĆ”ter, ¡Ea!, como dice la Ricoleta, que aquĆ se nos ha
cagado a todos la maldita bestia. No se apure, puƩ esto es de todos sabido y
algo normal. Quita importancia al manchurrĆ³n camarada cura. —Mientras el
anciano suelta la perorata acompaƱada de giros de barrote al aire, Josefa le
pasa al cura el primer paƱo humedecido por la calva, le frota con insistencia,
elimina los primeros restos de inmundicia y vuelve a su empeƱo—. El Paco hace
tres aƱos, salĆa de su bar camino de la iglesia y, ¿quĆ© crees que paso? —El
dueƱo del bar baja la cabeza avergonzado—. Pero que no se quite nadie ningĆŗn mĆ©rito
de cagada alguna en su cabeza o cuerpo; incluso la Tomasa, en paz descanse,
dicen algunos que fue la Ćŗnica que se librĆ³ de ello, pero sĆ© de buenas tintas
por una amiga Ćntima suya, para mĆ”s seƱas la moƱos, que en paz descanse tambiĆ©n,
me dijo a mĆ en secreto que tambiĆ©n el altĆsimo la habĆa bendecido una maƱana
reciƩn levantada, pero que, pasando el suceso detrƔs de su casa y sin
testimonios, pues que nadie se enterĆ³ —Un murmullo general levanta los aquiescentes
Ɣnimos de la audiencia. Josefa prosigue su limpiadora tarea y Ricoleta le propinas
amistosas palmadas en la espalda al PƔter.
—Si es que este hombre no cailla ni debajo el agua.
Josefa le pasa el segundo paƱo al cura, que recupera el
aplomo y mira a los presentes un tanto avergonzado por su debilidad anterior.
—¡Ea! ¡Ea! Nada de caras largas y esas cosas, camaradas
paisanos. Hoy, por ser dĆa especial, propongo en mi persona y en mi bolsillo una
invitaciĆ³n a nuestro PĆ”ter, Atuanya, que ha tenido el inmenso honor de ser bautizado
por el altĆsimo, y asĆ, formar parte de nuestra comunidad, la vecindad del blanco
lamparĆ³n. —Los lugareƱos rĆen ante alguna broma que solo ellos conocen y que el
cura empieza a entender—. ¿QuĆ© dices, PĆ”ter, me aceptas unas zurras? Convido
yo, aunque lo normal serĆa que el PĆ”ter hubiera convidado la primera, pero no
te lo tengo en cuenta. ¿QuĆ© me dices? ¡Ea, pues!
Ricoleta mira al PĆ”ter, por una vez no sonrĆe y muestra una
seriedad que le desconfigura el rostro, Josefa recoge los paƱos y los guarda en
una bolsa de plƔstico y observa al cura sin querer presionarle mucho, una
deferencia que no recogen el resto de contertulios que miran Ɣvidos de la
respuesta; Paco el del bar sonrĆe, algunas viejas se alejan, no por nada, es
que no gustan de acercarse a los bares pero se asientan en los bancos, bajo la
sombra de los Ɣrboles, alrededor de la plazoleta y enfrente del bar, el resto
de vecinos miran con detenimiento al cura y prestan especial cuidado a las
siguientes palabras del cura.
—Sea pues. Este es mi pueblo amado, en quien me complazco.
Cierra tus ojos, encuƩntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia
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