viernes, 4 de septiembre de 2015


«Narrar un lugar en el que haya vivido. Describirlo utilizando la primera persona en tiempo presente. Sobre entiendo de las palabras de Julia se refiere a la primera persona del singular, porque también existe la tan denostada primera persona del plural. Al respecto de ello poseo una graciosa anécdota que le sucedió a una antigua amiga escritora en clases de escritura en relación a primeras personas y sobre la que haré una entrada algún día».

Tengo treinta y dos años. Tengo reservada la habitación 304 del hotel «Sandyford» en Glasgow. Es la última planta, y aunque el elevado número de la habitación pueda intimidar imaginando un hotel enorme, el edificio es pequeño, tan solo cuatro habitaciones por planta. Sin embargo, estar alojado justamente en la última estancia me hace sentir el rey del castillo.

La puerta de entrada al hotel posee un atípico visillo de encaje blanco, una decoración un tanto extraña en la tierra de Shakespeare, podría haberlo hilado mi abuela. Detrás de la mesa de recepción un acuario, repleto de agua con apenas dos pequeños peces de colores rojos-azulados, estos nadan con rapidez por su interior. En una esquina de la estancia hay situado un elegante sofá de cuero blanco. El suelo es de madera barnizada y cruje al pisar por encima de él, una alfombra roja circular te indica el camino entre la puerta de entrada y el mostrador. Un típico cuadro de tela está colgado en la pared, es bonito a la par que siniestro, hay un ciervo de espaldas, tiene volteada su cabeza en dirección al espectador, es curioso pues da la sensación que el animal sepa quién está detrás suyo. Tengo la desagradable impresión de ser el cazador tras su pista. En todo caso es una conjetura, no tengo prueba alguna que el telar representé una escena de caza, y a pesar de esta primera sensación un tanto agorera, la tela contiene coloridos elementos de la naturaleza, troncos marrones, hojas verdes, y nubes anaranjadas en un ocaso que se muere. Todo ello se mezcla hermosamente embelleciendo el cuadro. El sol anaranjado del atardecer confiere una tonalidad mágica al conjunto.

Me desperezo y me dirijo a mi propia estancia. Al fondo observo las escaleras. Unas columnas de madera llegan desde el suelo al techo, y una barandilla de madera pintada en un brillante blanco acompaña al viajero por los peldaños. El conjunto proporciona una sensación de seguridad en el ascenso de los huéspedes a sus respectivas estancias. En el mostrador, en ambas esquinas, dos lámparas antiguas, parecidas a aquellos antiguos quinqués de aceite que alumbran de manera difusa las estancias de los reyes. Por suerte, unos modernos leds, hábilmente disimulados en el techo, aportan la claridad necesaria a la recepción.

De momento el lugar me resulta inmediatamente acogedor.

El hotel no posee ascensor, escucho a una pareja también de extranjeros, un hombre y una mujer, quejarse al inicio de la escalera. Hablan en alguna lengua nórdica, pero su expresión de queja es universal, la voz de ella recalca gruñonamente ese hecho mientras mira su pesada maleta con desdén y la arrastra escaleras arriba. El hombre lleva una maleta aún mucho más pesada pero no emite queja alguna.

A diferencia de ellos no me importa subir mi maleta por las escaleras.

La llave es dorada, ¡y horrores!, me cuesta enormemente encajarla en la cerradura, como si dentro del hueco hubiera una pequeña resistencia empujando hacia fuera, me imagino a un pequeño duende demoníaco jugando conmigo, instalado dicho ser en el interior y empujando hacia fuera el utensilio cada vez que yo lo inserto.

Finalmente, venzo al duende en el interior del ojo de la cerradura y entro en la habitación. Huele a algún producto de limpieza utilizado recientemente, es un poco molesto pero me acostumbro enseguida. El techo de la habitación posee forma piramidal, normal si tengo en cuenta que solo el tejado me separa de la intemperie. Escribiendo acerca del tejano, posee una pronunciada bajada, además de una graciosa ventana de techo por la cual se desliza una radiante claridad, la ventana es abatible, la abro y asomo la cabeza como un topo de las praderas. Observo la calle, a dos manzanas un parque lejano repleto de hierba muy verde y gran cantidad de árboles. La claridad es escasa, pues todo hay que decirlo, Inglaterra siempre posee unas bonitas nubes grises perennes 360 días al año, aun así la luminosidad diurna se cuela furiosa por esa apertura.

El suelo de la habitación esta tapizado con una curiosa alfombrilla verde, recuerdo mi alergia a los ácaros y pienso en la acumulación de pequeñas partículas en la jungla situada bajo mis pies. Pegado a la pared izquierda un pequeño escritorio de madera, encima un calentador de agua acompañado de una pila de sobres de distintas variedades de té, al lado, apilados en una cajetilla sobres de café, y colocados en un extraño orden, pequeños potecitos de leche condensada; todo el conjunto merece el título del imaginario nombre de «El ejército de las teteras». En la pared opuesta, justo debajo del ventanal del techo, hay dos camas separadas por una mesita de noche, encima de la cual una pequeña lámpara en precario equilibrio está encendida.

Espero, que cuando esta noche me acueste, no aparezca en mis sueños la cara asustada del ciervo del telar, ni tampoco el duende demoniaco empujándome al abismo del ojo de la cerradura, o tampoco quisiera soñar con el misterioso visillo blanco de la entrada.

Pero quién sabe a dónde me llevarán mis sueños.

«Una persona no escoge sus sueños, son estos los que escogen a uno»

«93% imaginación,7%realidad»


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

2 comentarios:

  1. Impecable descripción del lugar. El escrito tiene algo de siniestro latente que atrapa al lector. Muy bueno.
    Saludos.

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    Respuestas
    1. Estimado Raúl,
      Cierto. No era esa la intención, y sin embargo, quizás fuera aquel extraño cuadro, o las tablas de madera en el suelo que crujían, o la cerradura que se resistía endemoniadamente.
      Gracias. ^^
      un abrazo bruto escritor.

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