domingo, 6 de septiembre de 2015


Yo era jovencito. No recuerdo exactamente la edad que tenía entonces, pero si recuerdo que mi abuelo era mayor, 92 años cargaba a sus espaldas. En otras ocasiones ya había estado enfermo, resfriados propios de la edad, una semana en urgencias y para casa. Era fuerte como un roble. Todo el mundo decía que me parecía mucho a él. Vi fotos de él de joven, era cierto que poseíamos una retirada similar, hombros anchos y ese mentón con el hoyuelo partido de James Stewart. «Estas hecho de casta Ponciana», recuerdo las palabras que me dedicó un familiar, una suerte de piropo pues con el apellido de mi abuelo materno adjetivado yo me sentía realmente muy cómodo.

Yo lo quería mucho. Recuerdo su mano grande acariciando lentamente mi pelo. «Chiquillo», me decía antes de solicitarme algo amablemente. Y de vez en cuando mostraba un poco de mal genio, como los abuelos de antes, el mismo que yo poseo en ocasiones. Pero aunque nos peleáramos por tonterías, siempre acabábamos perdonándonos. Nos queríamos mucho.

Entonces un día se puso más malito de lo habitual. Lo ingresaron en urgencias. Mi madre se quedó las primeras noches con él, yo estudiaba, así que me intercambiaba con ella el fin de semana. Mi padre trabajaba todo el día y mi hermano era aún muy pequeño. Pero todos los miembros de la familia intentábamos ayudar en lo que podíamos, mi hermano, mi padre, yo; mi abuela por aquella época comenzaba a tener Alzheimer, creo que no acababa de entender toda la situación. Quizás fuera lo mejor para ella, habían estado más de treinta años juntos, incluso más. No lo sé.

No recuerdo que día era, posiblemente un viernes o sábado, los días que yo podía quedarme por la noche, y mi madre aprovechaba para marchar a casa a descansar un poco y realizar alguna tarea del hogar. Mi abuela también requería de ciertos cuidados. Habían movido a mi abuelo de planta, después de casi dos semanas ya se encontraba fuera de urgencias, en la planta uno. He estado infinidad de veces en ese hospital. Es un hospital bonito, al menos yo lo recuerdo así. Estuve como paciente cuando me caí y me fracturé el dedo, cuando se introdujo en mi ojo, en clase de química, aquel trocito de piedra azul y mi ojo empezó a llorar soltando una dolorosa legaña amarilla, también lo he visitado en muchas otras ocasiones por familiares y amigos hospitalizados. Ese hospital es casi una segunda casa, pero en todas las ocasiones en las que lo visité, jamás estuve en la primera planta. No sé el nombre técnico que recibía esa planta en concreto del hospital, pero recuerdo que en un pequeño indicador de fondo azul y letras blancas aparecía un nombre largo, alguna clase de eufemismo médico al que con el tiempo yo asigné mi propio significado: desahuciados. Es triste recordarlo así.

El suelo de esa planta poseía baldosas romboides, como las que observamos en las películas de los años sesenta, algunas pocas estaban rotas. Es curioso, porque el resto del hospital no poseía esa decoración y estaba realmente bien cuidado, es como si la proximidad a la muerte tuviera que ser forzosamente desagradable. La luminosidad de la habitación siempre en eterna penumbra, como si con esa negrura pudiera uno anticipar el cometido del lugar. Había un pequeño recibidor apartado, con una extraña columna blanca en medio de él que nunca entendí que hacía allí, no resultaba nada acogedor, era como si todo aquel lugar te invitara a salir corriendo, a escapar.

Eran las once de la noche, mi padre había venido de trabajar en coche y yo lo acompañaba, mi madre estaba sentada en una silla tendiendo cariñosamente la mano a su padre, mi abuelo, recuerdo ternura en los ojos e mi madre. Yo me quedaba esa noche a sustituirla. Era la última noche que ella lo vería.

Me despedí de ella hasta el otro día, me vendrían a recoger de madrugada. Mi abuelo estaba tendido boca arriba en el lecho, no hacia frio, tenía los ojos cerrados, respiraba con lentitud, y un tubo de plástico transparente salía de su boca. Me fije en su mandíbula, y en su hoyuelo partido de James Stewart. Me senté a su lado, a esperar toda la larga noche. Se pasa muy mal, no sólo se te ocurren mil pensamientos nefastos, físicamente el sueño intenta apoderarse de ti, la silla del hospital era cómoda, pero no para pasar ocho horas sentado en duermevela toda la noche, y pensar que mi madre se pasaba de lunes a jueves todos los días ahí. Se me parte el alma. Tampoco, en ese tiempo, podías realizar ninguna otra acción, no podías encender una lámpara para leer un libro o revista pues molestarías a alguien. Nada. No se podía hacer nada, salvo esperar, observar, callar y pensar mucho. Había una señora delante de mi abuelo, también estaba entubada. No había nadie a su lado. Me daba mucha pena. Al otro lado del camastro de mi abuelo, separados por una cortina blanca que nos proporcionaba cierta intimidad, se podía escuchar la fuerte respiración de otro hombre mayor. Sé que no debería escribir esto, pero en ocasiones me gustaría ser rico, no por la avaricia del asqueroso dinero, si no para evitar estar hacinados así, tener una habitación propia donde estar cuando suceda lo peor y no ver al resto de desgracias almas que me rodean, ni ellos a mí. Yo pensaba en muchas cosas, no solo me caía de sueño, aquel ambiente me cargaba aderezado con aquella oscuridad, el ambiente de eterna penumbra me amodorraba, sostenía la cabeza por intentar mantenerme despierto sentado en la silla, de vez en cuando me levantaba, necesitaba dar aunque fuera unos pasitos en el pasillo. Pasé un rato malo, luchando contra el cansancio. Al fin, me senté y me puse más calmado al lado de mi abuelo, le tendí la mano como había visto hacerlo a mi madre. Y le sostuve cariñosamente la mano, quiero pensar que aquella mueca que vi en su rostro era una sonrisa. Y entonces me dio por conversar con mi abuelo, en voz muy baja, para no molestar el descanso del resto de acompañantes. Le expliqué como me iba en los estudios, le hablé de mis amigos, de lo mucho que lo quería, como recordaba el tiempo pasado en el pueblo, le conté lo enamorado que estaba de una chica de aquel entonces, y estuve un rato hablando a mi abuelo sentado en aquella silla de hospital mientras el respiraba entrecortadamente.

Entonces su respiración se volvió más lenta. Hubo un pequeño cambio que yo advertí, inhalaciones más cortas, más pausadas entre ellas, seguía agarrándole la mano, intuí algo, le agarré la mano con más fuerza, como intuyendo algo que no acababa de querer asimilar le dije que le quería atropelladamente, entonces hizo una pequeña respiración, muy tibia, muy pausada, y de repente su piel comenzó a tornarse de un extraño color amarillento, no era el color blanquito al que estaba acostumbrado a ver en su piel. Te quiero, te quiero, le repetí, no pude ni soltar una lágrima, no sabía que me sucedía. Ya no le escuchaba respirar, creo recordar que me acerqué a su cara y le di un beso en la frente, aunque no lo puedo asegurar, son traicioneros mis recuerdos. Solo sé que se fue tranquilo, agarrado de la mano de un ser querido.

Y me quedé allí sentado sin saber qué hacer. Me imaginaba la muerte de mi abuelo, era una posibilidad, pero cuando sucedió no podía creérmelo, uno puede fantasear sobre muchas cosas, pero llegado el momento la mente rechaza el acto. Yo estaba allí y seguía sin saber qué hacer.

Por suerte apareció proverbialmente un vecino, trabajaba como celador del hospital, me vio, creo que preguntó algo. No le respondí. Entonces se percató de lo que estaba sucediendo y se marchó de la habitación.

Quizás fuera aquel cambio, aquella marcha de mi vecino de la habitación lo que me impulsó a salir en dirección al mostrador. Mi vecino había desaparecido, ¿quizás lo había soñado? Me dirigí donde estaban las enfermeras de guardia, tenía que comunicar a alguien el fallecimiento de mi abuelo. Había tres enfermeras detrás del mostrador de entrada, una gorda y dos más delgadas. «Perdone», les dije, pero fue la única palabra que conseguí anunciar. «¿Qué sucede?», me contestó una de ellas con cara agria, las otras dos estaban hastiadas, no tenían un semblante amigable, sus expresiones las recordé durante mucho tiempo. «Diga, ¿Qué es lo que quiere?», insistió molesta ante la absurda interrupción de la que parecía que yo hacía gala. No recuerdo si yo balbuceaba, lo que se seguro es que no me salía ninguna lágrima. Aunque mi cara debía ser un poema. Empatía cero. Y continué por un instante que a mi me pareció interminable delante de aquel mostrador. Entonces, por suerte, apareció de nuevo mi vecino, había ido en busca de una enfermera conocida. Se portó muy bien aquel vecino, se encargó de todo, habló con las enfermeras del mostrador que relajaron su semblante y comenzaron a comprender, acudió de nuevo a la habitación y llamó a mis padres desde el teléfono situado en la entrada de planta. Era aquel tiempo en el que no existían los móviles. Mi madre y mi padre acudieron en menos de quince minutos.

Mi padre me abrazó muy fuerte sin decirme nada y marchó a arreglar los trámites de la muerte de mi abuelo. Y me quedé con mi madre y comenzamos a llorar abrazados.

Después, durante un par de años lo pasé mal, aquello me marcó mucho. En mi inocencia nunca había pensado que vería morir a una persona querida. Pero después aprendí que era necesario, que no cambiaría aquella experiencia por nada. Me quedé con el buen recuerdo de mi abuelo. Y pensé en sus últimas horas acompañado por uno de sus seres queridos, a cambio él me dejó una tierna lección de paz y amor.

Pues todo en la vida es una enseñanza.

Y como dice el bueno de UTLA:

«Sólo existe el amor».

«93% imaginación,7%realidad»


Cierra tus ojos, encuéntrate y sigue para adelante. Buena Suerte.
Un Tranquilo Lugar de Aquiescencia

4 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Estimado Hikari Javier,
      Tus dulces palabras siempre son un sosiego y una alegría. ^^
      Un abrazo muy grande Hikari Javier.

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  2. Leer tu escrito fue recordar a mi abuelo. A quien le dediqué mi novela Opopónaco.
    Gracias.

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    Respuestas
    1. Estimado bruto escritor,
      ¿Qué tendrán nuestros abuelos?
      ¿Qué tendrán que siempre nos vemos reflejados?
      En ocasiones mas que incluso con nuestros propios padres...
      ¿Qué tendrán?
      Gracias a ti compañero.
      UN abrazo muy grande bruto escritor.

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